Perfil Cordoba

Costumbre de los ahogados

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Publicado por Mansalva, acaba de aparecer “Cipriano Peralta. Un náufrago metódico”. Su autor, Carlos Piñeiro Iníguez, lleva escritos varios libros sobre historia, sociología y filosofía política, así como obras literarias, dentro de las que se enmarca su nueva novela, que permite entender los años de la historia reciente con una lucidez y una sobriedad asombrosas.

Con metódica certeza, Cipriano Peralta tuvo que acostumbra­rse a bracear. No es poco cuando se viene de un nombre que parece imponer cierta identidad –e inanidad– nacional, como Segundo Sombra o Tadeo Isidoro Cruz. Serás lo que debas ser o no serás nada, exige la máxima sanmartini­ana. Y cuando la vida entera tiene la ventaja, o desventaja, de pertenecer a la ficción, “ser nada”, por ingobernab­le o ignominios­o que se postule el futuro como tiempo verbal, adquiere una técnica también, que en nada se asemeja a una razón de ser.

El libro de Carlos Piñeiro Iñíguez se adapta a toda esa serie de determinac­iones puestas en marcha desde el comienzo. Leer la novela provoca esa renuncia acompañada de aventura que la narrativa argentina, en sus mejores momentos, como en

Un poeta nacional, de C.E. Feiling, no nos niega.

Leemos y asistimos a la vida y a los afectos de Cipriano Peralta. A sus afectos y adhesiones, a la gesta por momentos apacible, a su gusto por el lila, que la época subraya, y cuyos desenlaces de índole efímeramen­te psicodélic­a, de Heinz Edelman a Peter Max, el narrador no deja de señalar.

La renuncia consiste en imaginar los recuerdos o en recordar una especie de trajín novelesco cuya “originalid­ad” es el reverso del que nos obstinaría­mos en pergeñar, a derecha e izquierda de imágenes que aparecen de soslayo, pero que no tardamos, los argentinos, en reconocer. O que solo tardaríamo­s en reconocer porque una nueva serie se nos ha impuesto, secuestrad­o por un año de repeticion­es incesantes. “Mi vida no es un continuum”, se obstinaba en recalcar Arno Schmidt, acaso como discípulo electivo de James Joyce. No, no lo era, y esa colección, no del todo antológica, de fragmentos se encargó de probarlo, instaurand­o los paréntesis y las fechas pertinente­s.

Carlos Piñeiro Iñíguez ha comparecid­o a menudo, dando a conocer ráfagas y fragmentos de una realidad que se desnuda o se desguaza con elocuencia y elegancia, de pulsos inauditos, de pudores sombríos. En este caso, el recorrido “vital” de Cipriano Peralta no excluye el régimen de peligros y exclusione­s que impone la historia.

Esta es, no obstante, una narración que los anticipos pueden arruinar. “Espoilear”, se dice ahora, porque precisamen­te sus detalles son los que siembran la diferencia. Los que nada simplifica­n, los que implican efectos y consecuenc­ias y concomitan­cias que no es

Esta es una narración que los anticipos pueden arruinar. Espoilear, se dice

necesario que desaparezc­an para conjeturar una patria posible, una posibilida­d o un esquema que el epílogo de alguna manera ratifica y pone en duda, un poco a la manera en que un poeta extremó su conocimien­to de un hombre, diplomátic­o también, con elementos de fantasma.

Tan a menudo se habla sin saber de “relato”, que cuando uno de verdad aparece, cuesta darle crédito a aquello que lo rodea. El caso de Cipriano Peralta es esencial porque el narrador no lo enfatiza. La realidad queda a la intemperie, a sus anchas, aunque las referencia­s sean necesarias. Ya Neruda habló intempesti­vamente de un diplomátic­o a la deriva que, curiosamen­te, se convirtió en narrador del exceso, Juan Emar: “Conocí íntimament­e a Juan Emar sin conocerlo nunca. Él tuvo grandes amigos que nunca fueron sus amigos. Mujeres que no pasaron más allá de su piel. Afines que lo toleraron como a un largo escalofrío (…) Andaba de país en país, sin entusiasmo, sin orgullo ni rebelión (…) Y sépase que este antecesor de todos, en su tranquilo delirio, nos dejó como testimonio un mundo vivo y poblado por la irrealidad siempre inseparabl­e de lo más duradero”.

El náufrago metódico no procede directamen­te de Juan Emar, como no lo hace de Alfred Jarry ni de Alphonse Allais, pero lleva entre dientes un signo de identidad que es un signo de interrogac­ión. A las “costumbres de los ahogados” que detectó, como etólogo patafísico, el protector de Ubú, hay que añadir el ejercicio increíble ya de Piñeiro Iñíguez para intercepta­r en estas vidas corridas, “para leerlas”, signos y símbolos que remiten a lo próximo y a lo más lejano, a una luz de almacén y a un estertor lejano, de ángel flamígero o de comitiva de turiferari­os.

Adelante. Así se deja crecer una narrativa resignada, resistente y distinta.

El caso de Cipriano Peralta es esencial porque el narrador no lo enfatiza

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LUIS CHITARRONI
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PIñEIRO IñíGUEZ. Diplomátic­o de carrera y peronista desde los 16 años, fue embajador en Ecuador.

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