La inoperatividad de los jueces
Un ejemplo dramático de falta de operatividad puede verse en el femicidio de Úrsula. Había una perimetral que se amplió horas antes de que la mataran. En abstracto, la Justicia había hecho bien su “trabajo“. Pero ese trabajo no sirvió de nada. Y esta chica fue asesinada pese a las denuncias y las medidas de protección dictadas para protegerla. Esto no es una novedad. El Poder Judicial juega con las abstracciones, con las declaraciones y con el formalismo. Se contenta con eso porque a veces no tiene las herramientas para hacer “justicia” más allá de los papeles. Pero esto tiene poco impacto en la vida real de las personas. No es capaz ni de resguardar lo básico: su vida.
Esta falta de eficacia es la causante de la enorme desconfianza que existe en nuestro país respecto de este poder del Estado, cuyas estructuras están copadas por familiares y amigos de los jueces, lo cual genera un sector cerrado, poco eficaz, alejado de cualquier vocación de servicio. Se convierte en una estructura de clientelismo encubierto para amigos, conocidos, amantes, parientes. El clientelismo es la exacta contracara de la Justicia. El Poder Judicial no es ajeno a este flagelo que degrada a nuestro Estado. Decir esto no es ser liberal, es reconocer que el Estado tiene una misión central y que para ello requiere de los mejores profesionales.
Hablar de la “reforma” de la Justicia es muy rimbombante y no sirve. Tal vez pequeños cambios puedan ayudar más que grandes “reformas”. Dar un paso modesto puede ser mucho más difícil que anunciar grandes cambios.
Luego existen discusiones teóricas: ¿para qué un Poder Ejecutivo, en una república con plena división de poderes, necesita un Ministerio de Justicia? Segundo, si tiene sentido que sea el presidente el que envía esa reforma. Esto esconde otro defecto: la incapacidad de nuestros legisladores de ponerse de acuerdo en temas trascendentales. Lo lógico sería que el propio Poder Judicial, tan rápido para autoaumentarse los sueldos, hiciera desde adentro una autocrítica realista, proponiendo un camino de recuperación de prestigio y legitimidad, hoy menguados. Hay pocas cosas que funcionan en nuestra Justicia. Lo saben desde los pasantes hasta los jueces de la Corte. La necesidad imperiosa de la reforma judicial es un tema que trasciende la “grieta” política. Pero falta honestidad en la discusión. Vivimos en un país donde todo es un River-Boca. La reforma de la Justicia no puede caer en ese maniqueísmo.
El formalismo con el que se conforma la Justicia esconde la inoperatividad. Se cumplen las “formas”, pero no se logra nunca ningún “objetivo”. La muerte de Úrsula es una cachetada que dice mucho sobre la eficacia judicial y sus medidas de protección. No es el único ejemplo. Pero es el más cercano y más vivo. En cientos de casos, la Justicia “falla“de la misma manera. Dictamina medidas que no tienen cumplimiento. Reconoce derechos que los argentinos solo tienen en los papeles. Nunca en la realidad. El cambio verdadero pasa por ahí: por un Poder Judicial modesto, comprometido, que pague impuestos, que predique la igualdad (en serio) y que haga valer los derechos sociales. Un Poder Judicial que no hace valer la operatividad es un formalismo. Una pantalla de juridicidad, como el Palacio de Justicia de Lima, copia del palacio belga, pero que poco y nada tiene que ver con la realidad social de los peruanos.
Nos debemos una discusión seria sobre el formato y el funcionamiento que queremos para nuestra Justicia. Hoy no tenemos un Poder Judicial. Tenemos un sistema que alimenta el formalismo, con jueces millonarios en países pobres, impartiendo “justicia“desde el escritorio, mientras a las mujeres las siguen matando y cientos de miles de chicos revuelven la basura para vivir en la cara de nuestros jueces. Plaza Lavalle es una muestra. Más que una reforma de la Justicia, hay que recuperar un poco la vergüenza.
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Úrsula. Su muerte es una cachetada que dice mucho sobre la eficacia judicial y sus medidas de protección.
La necesidad de optimizar el funcionamiento de la justicia federal de manera integral es un tema del cual no se puede hablar y mucho menos plantear. Aun cuando sea necesaria para darle una efectiva concreción a los cambios introducidos por la reforma constitucional de 1994, cualquier intento de mínimo debate es sometido inmediatamente a la descalificación. Una estrategia es la utilización de un significante vacío que asocia el proyecto de reforma al “intento de manipulación de la Justicia y la violación de la división de poderes”, aunque no exista ningún elemento normativo que lo justifique. Otra es pregonar dogmáticamente que las reformas solo pueden provenir desde “adentro” del Poder Judicial, como si la Constitución no le otorgase al Poder Ejecutivo iniciativa legislativa y el Congreso no fuese el órgano competente a tales efectos. También se utiliza la ilusión justificante de un implícito funcionamiento óptimo de la totalidad del sistema que no requiere ninguna clase de agenda de digitalización e innovación basada en inteligencia artificial. Por último, se juega con el tabú freudiano como un ariete descalificador: quienes realizan un diagnóstico o proponen una reforma adquieren de forma automática el carácter de cómplices de proyectos que pretenden destruir al Poder Judicial.
Mientras tanto nada cambia, todo permanece. La acción de amparo, garantía esencial de protección de los derechos incorporada a la Constitución en 1994, sigue regulada por un decreto ley emitido por Onganía con el objetivo de ahogar la existencia del instituto. Las atribuciones y competencias de la Corte Suprema de Justicia están dispersas en un berenjenal de normas dictadas en los siglos XIX y XX en vez de estar integradas racionalmente en una ley orgánica. El Consejo de la Magistratura no cumple con los parámetros constitucionales respecto de su integración, funcionamiento y atribuciones (especialmente en lo atinente a la selección de los jueces anteriores y la administración del Poder Judicial). El Ministerio Público no penal dista de tener una