La pervivencia de las imágenes
Abraham Moritz Warburg había nacido en 1866 y se definía a sí mismo como “hamburgués de corazón, hebreo de sangre; de alma, florentino”. Una triangulación muy elocuente que indica un derrotero particular en esos años y una forma de pensamiento que se abre en dendritas de sentidos y que, a primera vista, exhibe un humanismo finisecular.
Luego de su viaje a los Estados Unidos en 1896 para extender sus estudios antropológicos y la vinculación del pensamiento mágico con el racional, Warburg regresó a Alemania. En 1909 comenzó a organizar su archivo hasta que la Primera Guerra y su internación en la clínica neurológica, desde 1916 hasta 1923, detuvieron su tarea. El hijo de un banquero judío alemán que había renunciado a seguir con la empresa familiar salió del tratamiento psiquiátrico y se volvió a encerrar.
Esta vez, en su biblioteca de más de 60 mil ejemplares, a imaginar una nueva manera de memoria.
De esta manera, se propuso (y lo logró) dar cuenta de la “vuelta a la vida de lo antiguo”. Para ello, creó un monstruo y el Dr. Frankenstein de la historia del arte, entre la erudición y la locura, uniendo partes pergeñó el Atlas Mnemosyne, un conjunto enorme de imágenes con el sentido de probar distintos tipos de relaciones entre ellas: reapariciones y permanencias de una forma desde la Antigüedad hasta el Renacimiento.
Tras su muerte en el de por un infarto, y ante el ascenso al poder del nazismo, un de arte que estaba en la organización del Instituto desde el comienzo, logró, con el apoyo del gobierno británico, trasladar esos libros y paneles a su actual sede, en la Woburn Square de