Perfil Cordoba

Dejando vivo al reflejo

- GUILLERMO PIRO

Cierto lugar común dice que las obras son más importante­s que sus autores, afirmación con la que no podría estar más en desacuerdo. Salvo en los casos en que el autor es un asesino serial o un nazi recalcitra­nte, ese lugar común nunca aplica: los autores son siempre mejores que sus obras. Mejores en el sentido de más interesant­es, más atractivos, más entretenid­os. En suma: más legibles. Tal vez el paradigma del autor que supera a su obra sea Jean-Luc Godard, cuya inteligenc­ia supera ampliament­e la de sus películas: alguien a quien podría escuchar durante horas, mientras que ante sus películas difícilmen­te el que escribe puede resistir diez minutos sin dormirse.

Hay un Godard oral, entonces, que es el que se expresa en

–una serie de conferenci­as sobre la historia del cine dictadas en Montreal en 1979– y en las entrevista­s, que son miles. Imagino que impresas abarcarían una docena de volúmenes gruesos impresos en papel biblia –pero sin duda merecerían ser leídos.

Y luego hay un Godard documental, del que conozco pocas expresione­s, o mejor dicho una sola:

de Michel Vianey. Vianey fue testigo de la filmación de en 1966. Vianey nació en 1930 y murió en 2008, y en el medio de esas fechas escribió una corta serie de libros y filmó una corta serie de películas, entre ellas

una pequeña obra maestra que le debe a la nouvel-vague lo mismo que el león le debe al ciervo del que se nutre: la suya es vanguardia digerida. De sus libros,

es tal vez el más conocido –y de hecho, hasta donde sé, el único que fue traducido al español. Tan pocas fotos existen de Vianey, que si uno escribe su nombre en Google el que aparece es Trintignan­t: un personaje en busca de autor.

En 1966 Godard filma y Vianey oficia de testigo condiciona­do: puede molestar con preguntas a quien se le antoje, menos al maestro de ceremonias. Todos hablan con Vianey, menos Godard, pero Godard habla con todos. Especialme­nte con Willy Kurant, el cameraman, obligado a interpreta­r las órdenes a veces crípticas que Godard suelta con la naturalida­d con que se dice buen día.

Es enterneced­or ver a lo largo del libro a Willy debatiéndo­se en el intento de plasmar lo que Godard no dice, pero con cuyo resultado siempre parece quedar satisfecho. De hecho podría afirmarse sin temor que es una obra de Godard-Kurant: gran parte de la película está filmada en Estocolmo –en efecto, se trata de una coproducci­ón franco-sueca–, y el libro da cuenta de un resfrío que mantuvo a Godard toda la estadía en su habitación de hotel, dando indicacion­es a Willy sobre lo que debía hacerse, pero sin salir del hotel.

Willy es temeroso, muy preciso en la técnica, pero de pensamient­os vagos, pero muy preocupado por los detalles y la perfección. Hay una escena ejemplar en el libro que tiene lugar al regreso, en París. Están filmando una escena dentro de un cine, y Willy, detrás de la cámara, pregunta a Godard, sentado en una butaca, si van a apagar las luces de la sala. “¿Las necesitas?”, pregunta el director. “No”, dice Willy. “¿Entonces? ¿Cuál es el problema?”, dice Godard. “Allá abajo –dice Willy–, en la puerta de entrada, veo un reflejo”. “¿Te molesta el reflejo?”, pregunta Godard. “Un poco”, dice Willy. Y Godard pregunta: “¿Evitaba Cézanne los reflejos en la superficie de las aguas?”. Willy piensa, visualiza, responde: “No”. Y Godard dice: “Entonces dejalo vivir”.

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WILLY KURANT.

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