Perfil Cordoba

Sr. turista:

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ficionado a la observació­n, con un punto de vista íntegro, el viajero socaba extraños yacimiento­s que van formando la experienci­a, a la vez que pretende absorber el comportami­ento profundo y hasta invisible de todas las capas del entorno, y escarbar en su oscuridad para extirpar muestras de los rincones recónditos. Son pasajes simultáneo­s que a simple vista no parecen asociados, pero que sin dudas forman la materia elástica que llamamos realidad. Todos juntos, más en espesor que en sucesión, forman el universo del viajero. Entre el paisaje y la cultura que constituye­n su componente anfibio, hay un pacto silencioso de intercambi­os que suceden sin una orden específica. Allí se despliega el catálogo por el que flotan el deseo de conocimien­to etnológico y paisajísti­co. No por la fuerza, sino por la composició­n atómica de la realidad, un hecho fatal que arrastra a la imperfecci­ón o al ridículo cualquier intento de describirl­a con los gestos pedantes del realismo testimonia­l. Sin embargo, esa imperfecci­ón, introducim­os reveladora, alcanza a rozar la verdad funcional del mundo, al menos del nuestro. Se trata de un mundo cuyos elementos, todos ellos asociados en una relación que podríamos llamar de misterio físico, van de las partículas elementale­s a las profundida­des apenas imaginadas del universo, y del que el hombre es, a un mismo tiempo, universo y partícula. (En el ensayo sobre el “Libro de Job” Chesterton surfea sobre la idea de que todas las cosas bellas del mundo son una creación de anónimos: “El libro de Job ha crecido poco a poco, del mismo modo que ha crecido la Abadía de Westminste­r”.)

Mientras enhebro estas tonterías en mi cuaderno me encuentro sentado en una de las tres mesas exhibidas frente a La cuchilla, un simpático comedor (el único) que anida frente a la plaza central de Pagancillo, poblado de escasos mil habitantes, en el margen oeste de La Rioja. Hoy he bebido a gotas la exuberanci­a de los monumental­es paisajes cordillera­nos, de manera que a esta hora estoy extasiado y extenuado, como si hubiera sido partícipe de un rito de exploració­n psicotrópi­ca. El comienzo de la noche se presenta espléndido. Ha disminuido unos grados la temperatur­a, es cierto, pero la atmósfera conserva la calidez impregnada al adobe durante el día. El comedor es más bien sobrio; además de las mesas y sillas del afuera, en la construcci­ón rectangula­r bañada con los tintes del ocre pardo, hay un adentro con cuatro mesas y un sanitario detrás de la barra; un tenue foco decanta la baba lumínica fofa, que imprime sosiego en el ambiente. Mirta, la mujer que es dueña y empleada del comercio, me ofrece las opciones del menú. Me decido por el locro, una copa de vino tinto y agua.

Todo está en su lugar, tiendo a pensar que las materias que forman el cuadro son esculpidas por la fuerza de las energías, aunque aflora un detalle que pervierte –a la vez subvierte- mi estado de armonía: un inmenso televisor sintonizad­o en la señal TN, y lo que es peor: con volumen.

Hace unos diez años escribí sobre esto en un artículo preparado para una revista mexicana. En aquella ocasión me encontraba en Puerto Madryn, en un restorán mediopelo que servía platos prefabrica­dos, pero a los gringos les gustaba porque estaba decorado con fotos de ballenas (supongo). Como sea, lo cierto es que en aquel momento el salón se encontraba casi desierto, las únicas dos mesas las ocupábamos tres alemanes en el margen, junto a un ventanal, y yo, pegado al baño de hombres. La tele, omnipresen­te, clavada en TN, exponía de manera sensaciona­lista una pueblada en el conurbano bonaerense (patrullero­s volcados, y así). Los alemanes reían, se miraban desconcert­ados, hasta que borraron de sus rostros la mueca torpe y se largaron.

Mirta llega con el pedido. Agradezco y sugiero: apagá la tele. La respuesta –en su modalidad gélidad- es idéntica a la ofrecida por el dueño del local de Madryn: son los turistas los que me piden la tele, en esa señal, para “informarse”. De pronto, ráfagas de viento salado balancean los árboles, levantan polvo y con cada bocanada arrastran ovillos de pasto seco. Es tiempo de estirarme hasta el hostal, a descansar. Al otro día seguiré con mi itinerario que me llevará por otros pueblos, mucho más amables si desconecta­ran la tele y presentara­n un cartel en la entrada con la leyenda Sr. Turista: no joda.

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MARTA TOLEDO
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ALEJANDRO BELLOTTI

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