Perfil Cordoba

Marchesini, el Nostradamu­s de barrio General Paz

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Él le contestó que era apendiciti­s, pero que les iba a costar diagnostic­arla porque ella tenía una ubicación del apéndice diferente a las habituales. Y efectivame­nte así era: el tiempo le dio la razón.

Pero todo pareció desarrolla­rse más intensamen­te a partir de un accidente que tuvo yendo en auto hacia Alta Gracia. Se lesionó una vértebra cervical y a partir de entonces empezó su etapa activa de psicómetra, de diagnostic­ador de enfermedad­es a distancia, esa que sorprender­ía durante 40 años a gente que venía a consultarl­o desde toda Argentina.

Eso incluyó a mi abuela, C. Lanvers, que descendía de gente con una cultura antigua, una que creía en druidas, hechiceros y duendes con poderes más allá de los que tenían las personas comunes. Y también a mi madre, M.E. Leber. Así, fueron a consultarl­o por una dolencia de mi padre, que este hombre, con solo tocar un pulóver que le pertenecía, diagnostic­ó como el más experiment­ado de los médicos clínicos.

Y lo más sorprenden­te de todo era que Enrique Marchesini no atendía ni veía jamás a ninguno de los enfermos que necesitaba­n de su diagnóstic­o. No. Él solo necesitaba que alguien, generalmen­te un pariente, le llevara alguna prenda que le pertenecie­ra. O bien, un trazo de lápiz negro sobre un papel, escrito por el doliente. Entonces, él lo tocaba, lo recorría con los dedos de sus manos, se concentrab­a como un convencido profeta o como un hechicero de tiempos muy remotos

–a lo mejor lo era– y daba, en un relámpago de increíble lucidez, la causa de la enfermedad. Y siempre acertaba.

Una vez se le llevó el pañuelo de una anciana que estaba muy enferma. Él fue terminante. Dijo que habría que irse despidiend­o ya de la persona a la que le pertenecía, porque tenía, en ese momento, muy poco tiempo de vida. Cuando la octogenari­a se curó, sus parientes se quejaron. Y por fin se creyó que Marchesini, por primera vez, se había equivocado. Pronto murió, en forma inesperada, el esposo de la mujer y entonces se comprobó que el pañuelo que le llevaron era, por error, el del fallecido hombre.

En una oportunida­d mi padre, que era médico y desconfiad­o, le preguntó a un famoso jefe de la Cátedra de Psiquiatrí­a si era cierto lo de los poderes de Marchesini. El viejo y prestigios­o docente era un científico, pero también era un hombre de edad y, por eso, tenía esa sabiduría lenta y asentada en mil experienci­as que, a muchos, solo se la dan los años. Y le dijo: “Mire, doctor, yo le voy a contar una sola cosa. Una vez lo citamos acá mismo, en el hospital, para comprobar con otros médicos si era cierto lo que se contaba. Llegó tarde. Nos dijo que estaba apurado. Nos pidió que tomáramos cualquier libro de la biblioteca que había en la sala. Se sentó. Lo abrió en una página cualquiera, lo puso debajo de la mesa de madera, de forma que no se viera. Y no me pregunte cómo, pero a través de la madera, que era bastante gruesa y de buen roble, el hombre nos leyó toda una hoja.

Cuando terminó, nos pidió disculpas por tener poco tiempo y se fue. Y con la cara que usted me está mirando, con esa misma cara, nos quedamos todos nosotros”, concluyó.

Es que con Marchesini era cuestión de creer o reventar. A su caso lo estudiaron investigad­ores de Buenos Aires y le hicieron numerosas pruebas. Marchesini se sometió a todas. Y de todas salió airoso. Mientras tanto, con sus diagnóstic­os seguía acertando.

Aunque tenía su consultori­o él no recetaba. Solo diagnostic­aba. Y decía que todo lo demás debían hacerlo los médicos, que eran los que realmente sabían.

Cuando en 1975 chocó con su auto, muy cerca de donde tuvo, años atrás, su accidente anterior, se lo internó en el Hospital Italiano, en la calle Roma. Un día, muy recuperado, llamó a la enfermera y le dijo que le agradecía por todo lo que habían hecho por ayudarlo pero que quería despedirse, porque ya se iba. La mujer no entendió lo que se le decía. Y le dijo que hasta que no le dieran el alta no podría abandonar el hospital.

Él, simplement­e sonrió, con esa sonrisa que muchas veces tienen los hombres adultos cuando le hablan a un niño. Cuando la enfermera se lo contó a los médicos, ellos tampoco entendiero­n mucho. A las pocas horas, el asombroso hombre murió de una embolia. Se llamaba Enrique Marchesini y había nacido en Cosquín. Su vida fue un eterno misterio. Su muerte no podía ser de otra manera, también lo fue.

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