El peronismo y la derecha
Menem explica al peronismo o el peronismo explica a Memen? En un excelente libro que acaba de publicar Siglo Veintiuno, Martín Rodríguez y Pablo Touzon se preguntan sobre el legado del menemismo, veinte años después de la década en la que el último caudillo peronista reinó en la Argentina.
En forma muy atinada, el trabajo se titula ¿Qué hacemos con Menem? y las respuestas confluyen en una serie de ensayos muy interesantes que giran en torno a un mismo eje: la increíble relación que el peronismo estableció con el presidente que llevó a cabo las mismas recetas conservadores que la derecha argentina siempre quiso imponer desde el regreso de la democracia, pero que nunca había podido implementar por falta de votos.
Es que Menem, como señalan los autores, recuerda una parte “maldita” de la historia del peronismo: aquella que no puede narrarse épicamente.
Ahora que el peronismo vuelve a girar a la derecha, con la designación de Jorge Manzur al frente de un renovado gabinete post derrota en las PASO, aquella pregunta “maldita” vuelve a instalarse. ¿El desmesurado protagonismo que el exgobernador de Tucumán acaba de asumir interpela la raíz de reformas progresistas que el kirchnerismo había impulsado? ¿Se trata de una claudicación ideológica o es una “corrección” que el peronismo impone a la “desviación” que inició Néstor Kirchner en 2003?
La relación entre la derecha y el peronismo ha sido muy bien retratada en La derecha peronista: prácticas políticas y representaciones (1943-1976), tesis doctoral de Juan Luis Besoky. Se trata de un trabajo que interpreta los orígenes y desarrollo de la derecha peronista, entendiéndola como una cultura política específica de un conjunto de organizaciones, líderes y publicaciones que desarrollaron su práctica en el interior o en los márgenes del partido creado por Juan Domingo Perón.
Doctor en Ciencias Sociales, investigador del Conicet y docente de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata, Besoky demuestra que los principales rasgos de esta cultura política son el énfasis en el nacionalismo y en el revisionismo histórico, con especial hincapié en la figura de Rosas, sumado a un marcado antisemitismo y anticomunismo, con cierta pulsión violenta en su enfrentamiento con su antítesis: la izquierda peronista.
En el gobierno que inició Perón y continuó Isabel, desde 1973 y hasta el golpe de 1976, es posible encontrar estos rasgos, que se expresan en la oposición a los sectores juveniles y combativos del peronismo identificados con la “Tendencia”, que nucleaba organizaciones guerrilleras que se inspiraban en la lucha armada que había triunfado en la Revolución Cubana, a los que contradecían con la reafirmación de la “Tercera Posición”, en oposición equidistante a Estados Unidos y la Unión Soviética, algo que ya había expresado Perón en su primer gobierno luego de la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, si se analizan los discursos de la derecha peronista a través de publicaciones como El caudillo, órgano de lectura clave de este sector, se puede ver que la definición del peronismo ortodoxo coincide con la visión con la que se autopercibían: no se reivindican con la derecha, que les remite a sectores liberales, oligárquicos y al empresariado con vínculos con el extranjero, sino que se proclaman como “leales” y “ortodoxos”, lo que automáticamente depara a la izquierda como “desleales” y alejados de la ortodoxia peronista, que es lo mismo que decirles: “traidores”, “infiltrados” y “heterodoxos”.
Pero por estas horas el peronismo no se preocupa por cuestiones semánticas. Mucho menos cuando hay que revertir una derrota electoral.
Porque como ya lo había dicho Perón en una recordada conferencia de prensa en España:
–En Argentina hay un 30% de radicales, lo que ustedes entienden por liberales; un 30% de conservadores; y otro tanto de socialistas, había dicho Perón.
—Y entonces, ¿dónde están los peronistas?, preguntó un periodista.
—¡Ah, no, peronistas somos todos! sea mucho menos rotundo que lo que imaginaba en mi puerperio. Por el contrario, lo que hizo y en gran medida todavía hace la pandemia es amplificar desigualdades preexistentes y profundizar problemas estructurales, fundamentalmente a raíz de su efecto en (al menos) tres dimensiones: la escuela, el mercado y las familias.
En primer lugar, ante la interrupción de la presencialidad educativa, ciertos grupos de niñas, niños y adolescentes pudieron continuar su educación de manera remota gracias al acceso que ya tenían a dispositivos y buena conectividad. Otros, no. Y como muestra un estudio reciente de Cippec, esto tuvo un impacto negativo en la terminalidad y los aprendizajes. Por ejemplo, se proyecta que la pandemia implica un retroceso de al menos 10 años por el aumento de jóvenes fuera de la escuela. Las probabilidades de finalización son hasta 5 veces más altas en el 20% más rico que en el más pobre. Estos impactos no pasaron desapercibidos y, desde marzo