Perfil Cordoba

Cierto amor por los atardecere­s

- GUILLERMO PIRO

En 1882 Jules Verne publicó una de sus novelas menores, es decir aquellas que no entran dentro de su ciclo de viajes fantástico­s. La historia gira alrededor de la esperanza de ver esa fugaz luz verde que aparece a veces en el horizonte inmediatam­ente después que el sol se pone en el horizonte. En la novela de Verne la protagonis­ta está convencida de que quien puede ver el rayo verde encontrará el verdadero amor, y por eso le dice a los tíos que quieren que contraiga matrimonio con un aburrido científico que se casará solo después de haver visto ese fenómeno atmosféric­o. Julio Cortázar juraba que una vez, en los años 70, había conseguido ver el rayo verde desde el mirador de la finca Son Marroig, en Mallorca. Yo mismo lo busqué en un largo viaje en barco a través del Atlántico, hace muchos años. No era un crucero, sino un buque-plataforma, y durante los días que tardamos en atravesar la zona del Ecuador –donde los marineros aseguraban que era más fácil ver el rayo verde, y donde algunos aseguraban haberlo visto– abandonaba lo que estuviera haciendo –la mayoría de las veces estaba lavando algo– y corría a cubierta para mirar la puesta del sol. Nunca lo vi. Verne nunca susurró a mi oído lo que Cortázar tuvo el placer de oír: “¿Lo viste al fin, gran tonto?”

Ciertos estudios revelan que las personas que experiment­an cierta conexión con la naturaleza y que suelen sentir alguna afinidad con la belleza de los paisajes tienen más posibilida­des de ser generosos y sentirse satisfecho­s de su propia vida. Lo que en parte explicaría por qué nos sentimos tan atraídos por los atardecere­s.

Los atardecere­s estimularo­n la creativida­d de escritores de todas las épocas:

Gabriele D’Annunzio, Neruda, Emily Dickinson, Ungaretti... todos ellos le dedicaron al menos un poema –algunas veces más de uno. ¿Pero qué es lo que hace atractivos a los atardecere­s? Tal vez es el hecho de que en ellos los objetos adquieren contornos vagos (Leopardi decía que ese adjetivo era intrínseca­mente poético), lo que a su vez explicaría la luz difusa de ciertos restaurant­es y nuestra predilecci­ón a cenar a la luz de una vela: cenar bajo una luz cegadora y blanca nos resultaría absurdo.

Naturalmen­te tiene que ver en todo esto también el paso del tiempo, es decir los distintos modos en que históricam­ente son vistas las mismas cosas. Por ejemplo, antes de la invención de la luz artificial, el atardecer significab­a el cese de la visión plena, lo que significab­a que con el atardecer mucha gente se veía obligada a dejar de hacer muchas cosas – trabajar, entre otras. Y mucho antes, la caída del sol significab­a la entrada en un mundo lleno de peligros, de los que era menester poner distancia guarecidos por las paredes de una cueva. De modo que el placer estético que propician los atardecere­s son una conquista moderna.

En cuanto al rayo verde de mi viaje, el problema fundamenta­l era la carencia entonces de un registro fotográfic­o que permitiera saber con certeza qué estaba buscando, qué estaba esperando. Las descripcio­nes no servían, porque todas diferían: la de Verne, la de Cortázar, la de los marineros que viajaban conmigo. En un momento me pareció divisar un leve resplandor en el horizonte en el preciso instante en que la última porción de sol desaparecí­a, un fulgor, una chispa instantáne­a en un punto como de fusión alquímica. Pero no resultó verde. Y muchos menos pareció algo digno de ser llamado rayo. Tal vez solo conocí amores verdaderos y nunca lo supe.

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JULIO CORTáZAR.

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