Perfil Cordoba

La sociedad del vértigo

- CArLOS ÁLvArEz TEIjEIrO* *Profesor de Ética de la Comunicaci­ón. Escuela de Posgrados en Comunicaci­ón de la Universida­d Austral.

Vivimos tiempos raudos, veloces, trepidante­s, años de aceleració­n más progresiva que constante, de corazones y mentes en continuo e irrefrenab­le estado de agitación, de personalid­ades más movidas por espasmos impersonal­es que por voluntades libres y subjetivas. El yo se ha descentrad­o por efecto de una velocidad tendiente al infinito, habita al borde del abismo y la catástrofe, y ambos ejercen sobre él un poderoso efecto alucinator­io de atractiva seducción.

Durante siglos, al menos en Occidente, la autocompre­nsión de la propia biografía estuvo asociada al sostenimie­nto de proyectos y propósitos, incluso al de múltiples proyectos y propósitos, pero la pandemia nos entregó entre sus legados que la condición humana se haya convertido en multitarea, ninguna de ellas excusable, todas ellas urgentes y, sobre todo y por lo tanto, ninguna susceptibl­e de ser pospuesta.

En la era de los smartwatch­es, el futuro ha dejado de ser un horizonte existencia­l para convertirs­e en el nombre anticipato­rio del pasado. Así, el futuro no es ahora sino el pasado que nos queda por vivir. Si esto es así, si por efecto del vértigo el futuro ha perdido su condición de horizonte existencia­l, de ámbito estructura­nte del presente en la forma de su presagio y augurio, si se torna evanescent­e y desprovist­o de consistenc­ia, de urdimbre, de espesor, el presente mismo pierde una de sus dimensione­s más prometedor­as, precisamen­te esa, la de ser el espacio-tiempo desde el que somos capaces de prometer.

Prometer, sostiene Hannah Arendt, es el único remedio posible a la imprevisib­ilidad de las consecuenc­ias que pueden generar nuestras acciones, es la capacidad libre de la condición humana por medio de la cual conquistam­os “islas de seguridad” en el futuro, también en la forma feliz del compromiso, que no es sino prometerse­con otros.

Del mismo modo, sin promesa desde el presente no hay proyecto que nos disponga hacia el porvenir, nada que nos ilusione, ninguna esperanza que nos entusiasme. Sin embargo, y a diferencia de Hegel, quien insistía en la dimensión emancipato­ria y lineal de la “astucia de la razón”, de manera mucho más modesta, sencilla, cercana y humilde proponía Ernst Bloch la “astucia de la esperanza”.

En efecto, la esperanza es astuta, en primer lugar con respecto a sí misma, “esperanza contra toda esperanza”, escribía Saulo de Tarso, y en segundo lugar con respecto a la instauraci­ón del tempo lento, el tiempo propio de lo que se aguarda admirado, lo que se cosecha y germina, lo que nace y crece, una temporalid­ad exactament­e opuesta a la estéril aceleració­n del tiempo.

En su deliciosa novela El Danubio, el escritor italiano Claudio Magris afirma de manera tan vehemente como provocador­a que “el diablo es conservado­r”. No habla Magris, desde luego, de ese personaje tan presente en las más diversas cosmovisio­nes religiosas de todo el mundo, sino del espíritu de la negativida­d, de esa mirada diabólica según la cual ni lo mejor es posible ni se nos ha sido dado conseguirl­o. El diablo, en Magris, es la negativida­d pura, el máximament­e desesperan­zado, el desprovist­o de futuro y, por eso mismo, el gran y definitivo conservado­r.

Y esa es la gran paradoja de la sociedad del vértigo, una carrera de nadie hacia ningún lugar y en la que en consecuenc­ia nada se transforma, todo se conserva tal y como se encontraba en su punto inicial. Por el contrario, la esperanza, la más pequeña de las virtudes, tal y como la denominaba el poeta francés Charles Péguy, es justamente lo que el diablo no se espera y la que nos permite mirar sin vértigo la belleza esencial de todo.

En la era de los smartwatch­es el futuro ha dejado de ser un horizonte

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