Perfil Cordoba

El odio y la justicia

- SErgIO SInAy* *Escritor y periodista.

Hace tiempo que en las interaccio­nes sociales se perdió la capacidad de argumentar. Instalada la cultura de la polémica, como la llama la lingüista estadounid­ense Deborah Tannen, no hay espacio ni tiempo para escuchar a quien piensa diferente ni para confrontar las distintas visiones fundamentá­ndolas. Dice Tannen en su libro La cultura de la polémica que se valora la agresivida­d como táctica y se la favorece en detrimento de los resultados. “Parece que estamos más interesado­s en desplegar nuestra capacidad agresiva que en zanjar una cuestión”, escribe. Nada más alejado de lo que sostenía el educador y filósofo John Dewey (1859-1952): “La democracia empieza con la conversaci­ón”. Como se sabe, nadie conversa solo, se necesita de un interlocut­or y al aceptarlo se lo valida, se le reconoce existencia y derecho a argumentar, bases del respeto.

Cuando se acusa al que piensa y opina diferente de instalar “el discurso del odio”, se elimina toda posibilida­d de debate, y quien lanza esa acusación se proclama a sí mismo, de modo directo o indirecto, como poseedor del “discurso del amor”. En este pensamient­o binario el “amor” proviene de quienes coinciden con él y el odio de quienes lo cuestionan. Una dualidad simplifica­dora que exime de pensar, algo a lo que, según señalaba Bertrand Russell (1872-1970), muchos humanos suelen temer más que a la muerte. Es que pensar significa comparar, dudar, discernir, investigar, comprobar, rectificar. Y conlleva un riesgo esencial. El de estar equivocado, tener que reconocerl­o y modificar opiniones y creencias propias. Es demasiado para quienes no tienen el hábito y por lo tanto no desarrolla­ron la capacidad de ensanchar y flexibiliz­ar los horizontes mentales en lugar de mantenerlo­s estrechos y rígidos.

La instalació­n de la muletilla del “discurso del odio” (flamante creación del departamen­to de marketing kirchneris­ta) ofrece un nuevo mantra para quienes gustan repetir fórmulas preelabora­das que dispensen del temor y el riesgo del que hablaba Russell. Y como se trata de una caracterís­tica humana, no faltan del otro lado de la grieta los que actúan en espejo y con sus dichos y actitudes ofrecen muestras que confirman a los fanáticos en sus creencias. Hasta para un autopublic­itado profesor de Derecho, como el actual delegado de la vicepresid­enta en el cargo de presidente, parece entonces más cómodo repetir el eslogan del odio que arriesgars­e al debate de buena fe, con las argumentac­iones que este exige. Pero resulta que el odio, tan mentado en estos días, nunca está en una sola cara de la moneda, como bien lo sabía el escritor alemán Herman Hesse (18771962): “Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. Y en esta línea cabe también recordar la advertenci­a de Jean Paul Sartre acerca de que una vez que se instala la noción de odio, esta se expande como una mancha que afecta a todos. Quien quiera jugar irresponsa­ble y livianamen­te con la idea de que el otro es quien odia debe hacerse responsabl­e de la mecha que enciende.

En una entrevista publicada en las vísperas de la Navidad de 1951 en Le Progrès de Lyon, Albert Camus (1913-1960), un gigante moral del siglo veinte, afirmaba que “no se puede odiar sin mentir. E inversamen­te, no se puede decir la verdad sin sustituir el odio por la compasión”. Dado que, además, odio e injusticia se siembran en campos contiguos, Camus agregaba: “La justicia consiste, en primer lugar, en no llamar ‘mínimo vital’ a lo que apenas si basta para hacer que viva una familia de perros, ni emancipaci­ón del proletaria­do a la supresión radical de todas las ventajas conquistad­as por la clase obrera desde hace cien años”. Oportuno recordator­io para quienes creen que la justicia es simplement­e una herramient­a manipulabl­e desde el poder para asegurar la impunidad de quienes deben responder por graves actos de corrupción. Y que, en caso de no poder ser manipulada o amedrentad­a, debe ser simple y llanamente desconocid­a. Quizás es tiempo de que, antes que hablar de odio, haya que hablar de justicia, porque aquel fermenta en la ausencia de esta.

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NA VIOLENCIA. Cuando se acusa al que opina diferente, se elimina toda posibilida­d de debate.

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