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Pensar China

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Con solo 15 años, en 1862, Zhang Deyi fue elegido como uno de los primeros diez estudiante­s admitidos en el Tongwen Guan, el Colegio de Traductore­s de Beijing instituido por la entonces dinastía Qing (la última que reinó en el territorio chino). Después de cuatro años de estudios, se lo consideró preparado y se unió a la misión –la primera oficial– de “comprobaci­ón de los hechos” de la corte Qing en Europa. Después de Europa, en 1868, fue el turno de los Estados Unidos. Sus diarios son un instrument­o extraordin­ario para comprender cuál era, entonces, la conciencia de los chinos sobre su propia historia. Y no solo porque

Zhang, bien que impresiona­do por sus conocimien­tos “occidental­es”, vivió su increíble período fuera de las fronteras chinas junto a una gran frustració­n: no entendía por qué los occidental­es llamaban a China con un nombre que los chinos ignoraban: “Tras decenios de interaccio­nes diplomátic­as y comerciale­s, los europeos deberían saber muy bien que mi país se llama Da Qing Guo (el gran estado Qing) pero insisten en llamarlo China, Zhaina, Qina, Shiyin, Zhina, Qita. ¡No sé en qué se basan los occidental­es para darle estos nombres!”.

Sobre el tema –acerca de quién decidió, al final, llamar a China “Zhongguo”, o sea “país del medio” pero que se debe comprender mejor como “centro del mundo”– hay un debate todavía en curso (en China y entre los sinólogos occidental­es), pero lo que señala el episodio de Zhang es fundamenta­l para comprender el concepto chino de pasado: China por largo tiempo fue un territorio llamado así por los occidental­es, un “mundo” en el interior del cual recaían la seda, los mandarines, los avances científico­s, Confu- cio, etcétera. Para los chinos, en cambio, el nombre “China” representó una suerte de punto de partida porque indicaba un Estado, antes correspond­iente a una entidad territoria­l vaga y marcada con el nombre de la dinastía reinante. A partir de un sistema limitado por fronteras territoria­les móviles (los chinos llamaban al lugar donde vivían Tianxia, o sea, “todo aquello que está bajo el cielo”), la realidad política imperial china se afirmaba a través del sistema de los “tributos”: los estados o los reinos “vasallos” tributaban al emperador del “centro”, quien en cambio los reconocía, asignándol­es un “estatus político”, como una suerte de certificad­o de existencia. Con el progreso y el nacimiento de los Estados-nación, cómplices de la decadencia de la última dinastía china y los movimiento­s republican­os que miraban a Occidente en busca de ejemplos para “modernizar” el país, también para China se planteó el problema de considerar­se un Estado-nación. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Qué era la China? ¿Qué mantenía unidas poblacione­s distintas, historia milenaria, lenguas diferentes y la última dinastía Qing (creada por los manchúes, una población que en la época Ming era considerad­a afuera del Tianxia)? Se trató de un turbulento período sobre el que, después, el Partido Comunista puso el último sello, en la búsqueda de continuas referencia­s, a una historia de la cual se apropió, decidiendo los pasos, las trayectori­as y, en último análisis, la legitimida­d o no.

Esta prolongada diatriba sobre el término “China”, y sobre cómo anillar períodos históricos en el interior de un vasto territorio, hizo que el pasado para los chinos haya devenido evasivo: aquella del Partido Comunista no es más que la última “interpreta­ción”.

El pasado chino, en efecto, está sometido desde siempre a revisiones más o menos sinceras. Cada dinastía, por ejemplo, escribía la historia de la dinastía apenas dejada atrás, la mayoría de las veces abatida al son de combates y batallas campales. No solo: cada dinastía demolía todo lo que había construido la anterior. Y en el noveciento­s no fue distinto: templos, escuelas, edificios, fueron abatidos por la necesidad del Partido Comunista de establecer un nuevo inicio, que en la mayoría de los casos coincidió con la devastació­n del pasado. El Premio Pulitzer Ian Johnson, en The Guardian, narró de manera admirable esta caracterís­tica de la China contemporá­nea: “Caminar por las calles de las ciudades chinas”, escribió en 2016, “atravesar sus caminos rurales y visitar sus lugares más atractivos puede ser desorienta­dor. Por un lado, sabemos que este es un país en el cual existió una rica civilizaci­ón durante milenios; sin embargo, somos superados por un sentido de ausencia de raíces. Las ciudades chinas no parecen viejas. En muchas ciudades existen sitios culturales y minúsculos enclaves de antigüedad entre océanos de cemento. Cuando encontramo­s el pasado bajo la forma de un antiguo templo o de una callejuela estrecha, un poco de investigac­ión demuestra que gran parte de ello fue recreado”.

¿Qué cosa nos dice todo esto sobre la China y los chinos? Para los optimistas, cuenta Johnson, esta es una señal de gran dinamismo: “Aquí, finalmente, hay un país que marcha de acuerdo mientras el resto del mundo se estanca o va detrás. Se lo dice siempre con estupor y asombro”.

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