Un quijote suburbano
En la primera, pretende impedir un atraco, pero termina estrellado contra un portón; en la segunda, quiere desarmar un búnker, pero varios chicos lo sacan a balazos.
Autor: Federico Chedrese
Género: Novela
Otras obras del autor: René Roca y las joyas de la corporación, Sin dolor no hay redención
Editorial: Azul Francia, $ 1.300
En Samurái, su nueva novela, Federico Chedrese vuelve a trabajar sobre una trama policial, pero esta vez lo hace desde una poética del disparate que opera sobre un anacronismo cervantino. Roberto, el personaje principal, es un hombre tan obsesionado con las historias de samuráis que termina por creer que él también es uno de ellos e intenta actuar como tal. Cuando llega la noche, se pone un traje de karateca, un cinturón negro de cuero, una vincha improvisada con una bufanda escocesa, y sale en busca de algún entuerto que desfacer a bordo de su Rocinante: una vieja Siambretta que logra arrancar después de varias patadas.
Por supuesto, y como ocurre también con el hidalgo Alonso Quijano, ninguna de estas incursiones termina bien. En la primera, pretende impedir un atraco, pero termina estrellado contra un portón; en la segunda, quiere desarmar un búnker, pero varios chicos lo sacan a balazos. Es claro que sus habilidades marciales no son las mejores. Pero lo compensa con un temple que le permite seguir perseverando. Además, los tropiezos no son más que gajes del oficio. Ya lo dijo Bolaño en una entrevista: tanto el samurái como el escritor saben que van a ser derrotados y, aún así, salen a pelear igual. Cuando la vocación es fuerte, se puede prescindir de todo, incluso de esa sustancia cada vez más porosa y opaca con que está compuesta la realidad. De algún modo, en ambos casos se da lo que el filósofo Clément Rosset dice sobre los ilusos: es gente cuya percepción se ajusta a los hechos, pero no les sirve para modificar ningún esquema mental, es decir: vean lo que vean, pasen lo que pasen –y esto también ocurre con los políticos–, la visión del mundo se mantiene y termina por coexistir de un modo paradójico con las nuevas percepciones y experiencias.
En el caso de Roberto, el personaje, hay algo de esto: lo que vive no parece alterar ni su propia estima ni sus pensamientos maniqueos. Para él solo existe el bien y el mal; no hay matices. O se hace lo correcto o se hace lo incorrecto. Punto.
Sin embargo, en determinado momento los límites se vuelven un poco difusos. Cuando algunos personajes del hampa le proponen robar un banco y él accede con el propósito secreto de entregarlos a la policía, la meditación le desbloquea un nuevo –y brechtiano– nivel de complejidad: ¿quiénes son los débiles en ese asunto? ¿Los boqueteros? ¿Los bancos? ¿De qué lado hay que ponerse?
Roberto duda y esa vacilación lo hace avanzar. De todos los personajes, es el único que muestra una progresión más o menos significativa. Los demás podría decirse que son planos, bidimensionales, pero esto entre otras cosas se da porque, a pesar de esa progresión, la cosmovisión de Roberto –que es la consciencia a través de la cual percibimos los hechos narrados– también lo es. La novela, en este sentido, no pretende indagar en la psicología de los personajes y, más aún, podría decirse que no tiene ninguna clase de pretenciosidad. Es un divertimento, que intenta recuperar ese espíritu lúdico al que la literatura parece estar renunciando.