La mirada ante el espejo
En fin, no hay escritor que merezca ser nombrado como tal, que no necesite de un pueblo, de una comarca, de una ciudad, de un país más o menos real.
Autor: Elizabeth Strout
Género: novela
Otras obras del autora: Ay, William; Me llamo Lucy Barton; Todo es posible
Editorial: Duomo, $ 3.250 Traducción: Juanjo Estrella
Lo hizo Sherwood Anderson con esa obra maestra en miniatura que es Winesburg Ohio. William Faulkner, con el lúgubre escenario curiosamente bautizado como Yonapatawpha. Gabriel García Márquez, quien condenó a toda una estirpe a la versión, más onírica si cabe, de aquella real Aracataca de su infancia: Macondo. La “madrecita con garras”, Praga, quien condenó a Kafka, el mayor escritor del siglo 20, a una suerte de prisión perpetua. En fin, no hay escritor que merezca ser nombrado como tal, que no necesite de un pueblo, de una comarca, de una ciudad, de un país más o menos real. Este es sin dudas el personaje principal de su texto, la restricción física que lo ayudará a seguir adelante con esa tarea de esclavo ilota a la que se condenó por pasión o vaya a saber uno por qué, puesto que, si no existiera tal limitación geográfica, todas las posibilidades serían, para quien practica la literatura, un oficio impracticable. Aún
La ciudad ausente de Ricardo Piglia, que es una distópica Buenas Aires tan parecida a la de hoy. Y de pronto irrumpe entre las pilas de libros pendientes de ser leídos y comentados, Luz de
febrero de la estadounidense Elizabeth Strout. Lo cierto es que como aplicados y en ocasiones eficaces delineantes, los autores delimitan con líneas de rayas invisibles, o puntos, o puntos y rayas, como sea, un poco telegráficamente,
dónde sucede lo que sucede. Al lector no le interesa tanto. El lector, cuánto mejor lector es, menos se detiene en las escenografías que para nada lo impresionan. Está ávido de intensidad en las formas y en el contenido, una prosa que lo incite a seguir, que lo revolucione y hasta lo confunda, y que jamás dejé de sorprenderlo: el pathos griego. En la novela de Elizabeth Strout todo sucede en Crosby, una villa marítima de la costa de Maine, y allí mismo, será la maestra jubilada Olive Kitteridge, mujer intemperante y de una integridad bien conocida en la villa, por sus ex alumnos y vecinos y amigos, quien protagonizará buena parte de las historias que capítulo tras capítulo funcionan bien como la novela tal como se presenta, bien como relatos que ejercen entre sí una fuerza centrí-fuga que los colocan en ese límite difuso donde las categorizaciones pierden importancia –por otra parte, la narrativa prescinde tranquilamente de ellas. Kitteridge, quien suele evocar en ramalazos de ausencia a su marido muerto, afianza una relación con Jack Kennison, ex profesor de Harvard, jubilado y viudo como Olive, por lo que una tibia amistad terminará en el segundo matrimonio de ambos. La soledad y la indiferencia ante los otros, cuando en su tiempo se sintió considerado por colegas y discípulos, convierte a Kennison en un personaje nostálgico y, a su manera, romántico. A diferencia de Olive, que oculta su indefensión ante la vejez y la decrepitud, ante las ausencias y las pérdidas con cierta irreverencia, tal vez con una más clara convicción de que nadie es dueño de su destino y de que la vida es sucesión y nadie escapa a lo inexorable de su curso. Elogiada por colegas de la talla de Alice Munro y Fernando Aramburu, la literatura de Elizabeth Strout ilumina con una extraña sabiduría las erráticas vidas de sus personajes. Es una escritora que hace propias, y probablemente sin saberlo, las palabras de Goethe: “cuando corrijo mis borradores, me corrijo a mí mismo”. No tengo dudas de que Olive Kitteridge habla por ella cuando afirma: “No tengo la menor idea de quien he sido…”. Duele leerlo. Tanto como sostener nuestra mirada ante un espejo.