Con cuerpo y alma
La Polleta, $ 22.500
GABRIEL BELLOMO Escribir sin narrar. El propósito declarado de Mike Wilson durante la escritura de Leñador. No alcanzar el llamado grado cero de la escritura como lo logró Robert Walser, o la honestidad en el uso del idioma alemán por un judío checoslovaco asimilado como Franz Kafka. Escribimos al representar sonidos o expresiones con signos dibujados. Narramos al contar, referir, relatar.
Wilson, no obstante, no experimenta con las formas, sino que da forma a una idea íntima y arrasadora para cualquier lector: dar cuenta en dosis infinitesimales de su experiencia como leñador del Yukón, párrafos breves, esta vez sí “narrados” en primera persona y teniendo al escritor como protagonista.
Entreactos inscriptos entre páginas de enciclopedias donde, ahí sí, se muestra al escritor oculto tras áridas, precisas, infinitas descripciones, definiciones de cosas, acontecimientos climáticos celestes o terrenales, ejemplares animales o vegetales: hacha, tronzador, sismo, eclipse, zorro, herbología, y así, en apariencia, ad infinitum.
La consigna de Wilson es estratificar como un paleontólogo o arqueólogo, zoólogo, botánico, astrónomo o físico. Su finalidad es abismarse y abismarnos hasta el vértigo. “Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el ring… Huí hasta llegar a los bosques de Yukón”. Literatura de la buena. A sugerentes pasajes de prosa fluida y, aun así, rigurosa, los staccato tras espacios en activo para la glosa y la enunciación. Y así durante quinientas páginas –cuatrocientos ochenta y tres para no traicionar la severidad de Wilson– desplegando la experiencia forestal del autor durante dos años en la húmeda foresta. Un elogio a la soledad y la dignidad del sacrificio.
El narrador se atiene a un almanaque agrícola, suerte de libro sagrado que lleva consigo, incluso a la intemperie. Su anhelo es comprender en la penumbra en tanto caen enormes ejemplares abatidos por una legión de hombres salvajes entregados hasta el agotamiento a su tarea.
Leñador hace de nosotros, como lectores, exégetas de palabra tras palabra, línea tras línea, al punto de agotar nuestros ojos, de obligarnos a sumar a nuestra vista el arte de la lectura al taco con las manos, las recónditas reglas del braille, de
Entreactos inscriptos entre páginas de enciclopedias donde se muestra al escritor oculto tras áridas descripciones, acontecimientos celestes o terrenales, ejemplares animales o vegetales: hacha, tronzador, sismo, eclipse, zorro...
avanzar sometidos a ese mandato de puntos perceptibles por otros medios.
En el siglo sin bordes ni categorías ni límites retrocedemos a la especialidad de la enumeración y el diccionario y la extenuante y al mismo tiempo excelsa misión de quien, al leer, estudia.
No creo que haya sido Wittgenstein, de quien Wilson es especialista, quien guíe el curso de este libro. Es, más bien, David Foster Wallace, a quien Wilson pesquisa. El narrador innominado se repliega, se soterra hasta su mínima expresión. Al terminar la lectura de este magnífico libro, lápiz en mano, me prometí releerlo. Leñador reclama cuerpo y alma. Lo merece.