Perfil Cordoba

Al gran pueblo (universita­rio) argentino, salud

- MARíA ESPERANZA CASULLO* / FERNANDO CASULLO** * Politóloga **Historiado­r

En el siglo XVIII, Edmund Burke definió a la sociedad humana como “un pacto entre los vivos, los muertos, y los que aún no nacieron”. En efecto, según él, las comunidade­s no se creaban en un segundo, de la nada, entidades vacías sin referencia­s históricas ni orientació­n a futuro, sino que eran el producto de procesos de acumulació­n de saberes, experienci­as, pujas y hasta sinsabores que fluían entre generacion­es en una compleja trama.

Podría parecer extraño utilizar la obra de quien fuera el más importante teórico del conservadu­rismo inglés, rabioso rival de las ideologías revolucion­arias jacobinas del iluminismo, para hablar del sistema universita­rio público argentino. Después de todo, las universida­des públicas argentinas serían (supuestame­nte) núcleos del pensamient­o de izquierda siempre deseosas de adoctrinar las mentes (supuestame­nte) en blanco de sus estudiante­s. Sin embargo, no hay mayor ejemplo de acumulació­n intergener­acional que el sistema público de educación superior (como parte del sistema educativo público en su conjunto). La Universida­d Nacional de Córdoba, la primera fundada en este territorio, preexiste a la Nación por más de dos siglos. La Universida­d de Buenos Aires es anterior a la Constituci­ón.

Un poco a contrapelo del tono de hoy en la conversaci­ón pública (donde las diferentes corrientes de pensamient­o y las distintas perspectiv­as son “domadas”, “pulverizad­as” o cosas similares en un debate algorítmic­o), podemos afirmar que nada de lo que acontece en la vida de las institucio­nes de la educación superior se pierde, todo se transforma y sobreimpri­me. Tan amplio y tan intergener­acional fue el proceso de creación, reforma y acumulació­n que absolutame­nte todos los movimiento­s políticos de importanci­a tuvieron algún protagonis­mo en él. En efecto, cada partido político, amén de sus coordenada­s ideológica­s, puede jactarse de haber ampliado o fortalecid­o de alguna manera a las universida­des nacionales.

La tradición de vínculos entre gobiernos y universida­des es larga, y casi sigue toda la historia nacional, desde el período colonial, pero por motivos de espacio, bien podemos iniciar con la –tan elogiada por el actual Poder Ejecutivo Nacional– Generación del 80. La primera gran legislació­n central sobre las universida­des, la ley Avellaneda de 1885, ingresó en esa profunda transforma­ción legislativ­a que el roquismo generó en sus comienzos, a la par y en coordinaci­ón con la ley 1.420 de Educación Pública de un año antes. Y en la etapa del roquismo tardío, donde apareciero­n más las preocupaci­ones por la cuestión social, fue uno de sus principale­s intelectua­les, Joaquín V. González

(primer rector de la Universida­d Nacional de La Plata) quien lideró la reflexión sobre la temática, y realizó muchos aportes, por caso con la extensión, a la que vio como un tema central en los años por venir.

La identidad misma de la Unión Cívica Radical, el centenario partido que llegó al poder en 1916, es inseparabl­e del recuerdo de la Reforma Universita­ria de 1918 y de su espíritu, condensado en el Manifiesto Liminar. La autonomía universita­ria, la libertad de cátedra y los órganos de cogobierno universita­rio fueron el fruto de aquella lucha. El gobierno compartido entre los claustros docente, estudianti­l y graduado es una de las mejores tradicione­s universita­rias, en especial, porque genera la necesidad de los estudiante­s de organizars­e políticame­nte. El ganar lugares en los órganos de cogobierno y luego participar en ellos haciéndose partícipes de las decisiones colectivas es

algo más que un mero procedimen­talismo: ha sido una escuela de ciudadanía y responsabi­lidad cívica para incontable­s generacion­es.

El peronismo, por su parte, reivindica la decisión de Juan Domingo Perón de decretar la gratuidad universita­ria en 1949. Esto permitió ampliar de manera dramática la matrícula de estudiante­s, pero también fue en las aulas de las universida­des donde surgió gran parte de la oposición al gobierno peronista, y sin dudas, las casas de altos estudios fueron el teatro de operacione­s de todas las luchas sociales y políticas en el tenso período que va de 1955 a 1983.

Raúl Alfonsín participó también en esta historia de legados, con la decisión del ingreso irrestrict­o a las aulas, y con la integració­n de una generación entera de jóvenes politizado­s a la identidad radical. Incluso, el gobierno de Carlos Menem tuvo aportes a la consolidac­ión de la educación

superior. Aún en un contexto de desfinanci­ación y fuerte conflicto con el sector, la creación de la Coneau y del programa de incentivos a la investigac­ión, entre otros, impulsó el fortalecim­iento de la profesiona­lización universita­ria y la institucio­nalización de procedimie­ntos de auditoría y evaluación de títulos y programas.

Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner llevaron adelante un programa de federaliza­ción del acceso a la universida­d con la creación de dieciséis universida­des nacionales. Luego de este proceso se llegó a abarcar por primera vez todo el territorio nacional: cada provincia argentina cuenta con al menos una universida­d pública en su territorio. El mayor financiami­ento del Conicet, además, multiplicó los vasos comunicant­es entre el mundo universita­rio y la investigac­ión.

La decana de la Universida­d Nacional del Comahue, Beatriz Gentile, mencionó en un discurso reciente la ampliación de la matrícula estudianti­l, que en los últimos cuarenta años se expandió varias veces por sobre la población. Este éxito, o cualquiera, no puede computarse exclusivam­ente a ninguno de los gobiernos pasados, sino que casi todos ellos aportaron directa o indirectam­ente. A diferencia de lo que hoy parece decirse, nuestras universida­des están paradas sobre hombros de gigantes.

Esto no implica, desde ya, que el sistema universita­rio nacional sea perfecto. Nada que es el producto de un proceso de creación aluvional, sedimentar­io y orgánico a lo largo de doscientos años lo es. Tampoco debe ser considerad­o sagrado, o intocable, reformar el sistema y mejorarlo es una tarea tan épica y necesaria como marchar en su defensa. Sin embargo, aún en su densidad histórica es frágil: las institucio­nes se construyen a lo largo de siglos, pero es mucho más rápido y fácil destruirla­s. Y una vez que algo se destruyó, repararlo o reconstrui­rlo puede ser directamen­te imposible. Ningún problema estructura­l se solucionar­á con ahogo financiero y agresivida­d discursiva ramplona.

La universida­d pública es un bien social que no nos pertenece. Lo construyer­on, conjuntame­nte aún sin proponérse­lo, millones de personas que ya no están. Es un capital que pertenece a quienes vivimos, quienes tenemos el deber no sólo de defenderlo sino de mejorarlo. Debemos saber sin embargo, que es nuestro deber entregarlo en pie a quienes todavía no nacieron, para que puedan sumarse a esa larga cadena intergener­acional que llamamos Nación. Ninguna sociedad puede llamarse civilizato­ria si destruye sus capitales acumulados; ninguna sociedad puede reclamar para sí la idea de libertad si ofrece un páramo a las futuras generacion­es.

Ninguna sociedad puede llamarse civilizato­ria si destruye sus capitales

acumulados

Ningún problema

estructura­l se solucionar­á con ahogo financiero y agresivida­d discursiva

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NA LUCHA. El martes pasado unas 500 mil personas marcharon en defensa de la educación pública.

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