El derecho como una de las respuestas de los humanos
He aquí ya “¿o finalmente?” la hora de la rendición de cuentas. Me limitaré a las de este año, dedicado a un análisis jurídico de las transformaciones del trabajo en el siglo XXI. De este análisis se desprenden dos certezas. La primera es que el impacto de la revolución digital en la organización y la división del trabajo es por lo menos tan considerable como el de la precedente revolución industrial, que dio lugar al Estado social.
Ahora bien, las mutaciones tecnológicas de esta amplitud son acompañadas necesariamente de lo que André Leroi-Gourhan llamaba una “refundición de las leyes de agrupación de los individuos”, es decir, una refundición de las instituciones. Segunda certeza: nos enfrentamos a una crisis ecológica sin precedentes, imputable en gran medida a nuestro modelo de desarrollo. Estas dos certezas nos obligan a reconsiderar nuestra concepción del trabajo: desde el punto de vista técnico, de nuestra relación con las máquinas, y en igual medida, desde el punto de vista ecológico, de la sostenibilidad de nuestros modos de producción.
Desde luego, este cuestionamiento tiene una sólida dimensión jurídica. Al formar parte de la institución imaginaria de la sociedad, el derecho no puede ser separado de las condiciones materiales de existencia en las que se inscribe ni ser deducido de esas condiciones.
En efecto, el derecho se presenta siempre como una de las posibles respuestas de la especie humana a los desafíos que le plantean sus condiciones de existencia.
Pero esta respuesta se ve hoy particularmente dificultada por una tercera crisis, más desconocida, que afecta al derecho mismo.
El ordenamiento jurídico, en cualquier nivel que se lo considere, es un orden ternario, que hace de la heteronomía de un tercero imparcial la condición de la autonomía reconocida a cada uno, ya se trate del contratante, del propietario o del dirigente político o económico.
Ahora bien, ese carácter ternario tiende a ser borrado por la “tecnociencia-economía”, imaginario contemporáneo que proyecta sobre las sociedades humanas el funcionamiento binario característico de las arborescencias lógicas que funcionan en nuestras -máquinas inteligentes-, del tipo si p entonces q…, si no p… entonces x…
No se excluye que algún día estas máquinas tengan la capacidad de calcular todo lo que es calculable; pero es cierto que la reducción de las relaciones entre los hombres a operaciones de cálculo de utilidad o de interés solo puede conducir a la violencia. Como señaló Gilbert Keith Chesterton, son las vacas, las ovejas y las cabras los seres que viven como puros economistas.
Las sociedades humanas no son manadas. Para formarse y subsistir, necesitan un horizonte común. Un horizonte, es decir, a la vez un límite y la marca de un más allá, de un deber ser que arranca sus miembros al solipsismo y a la autorreferencia de su ser. El horizonte que supone un universo en tres dimensiones está ausente del mundo plano, de la Planilandia del pensamiento binario.
De hecho, nuestra investigación ha dejado a la vista múltiples síntomas de la erosión de la figura del tercero imparcial y desinteresado en el mundo contemporáneo en general y en las relaciones de trabajo en especial.
Semejante debilitamiento del ordenamiento jurídico no es un fenómeno inédito. Fue una de las características comunes de los regímenes totalitarios que trataron de fundarse en el siglo XX, no sobre la base de una referencia heterónoma, sino sobre las leyes pretendidamente científicas e inmanentes de la biología racial o del materialismo histórico. Los juristas que todavía hoy pretenden reconocer en estos regímenes totalitarios los rasgos de un Estado de derecho dan muestras de una extraña ceguera. Hoy en día, este debilitamiento del orden jurídico es un corolario de la gobernanza por los números, que lleva a someter el derecho a cálculos de utilidad, allí donde el liberalismo clásico sometía los cálculos de utilidad al imperio del derecho. Una vez asimilado a un producto en competición en un mercado de normas, el derecho deviene pura técnica, evaluada en función de la eficacia, con exclusión de cualquier consideración de justicia.
El espejismo del orden espontáneo del mercado
Visto lo anterior, no es sorprendente que, entre otras profecías milenaristas del siglo XX que finalizaba, el neoliberalismo haya anunciado la próxima disipación de lo que Friedrich Hayek llamó “espejismo de la justicia social”.
Pero medio siglo después, lo que más bien ha resultado ser un espejismo es el “orden espontáneo del mercado”. En efecto, el reflujo de relaciones de derecho deja el campo libre a las relaciones de fuerza. Según los términos de la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), adoptada hace un siglo exacto, demasiadas injusticias engendran necesariamente “tal descontento que la paz y la armonía universales están en peligro”. El aumento vertiginoso de las desigualdades, el abandono de las clases populares a la precariedad y el desclasamiento, las migraciones de masas de poblaciones expulsadas por la miseria o la devastación del planeta suscitan cóleras y violencias proteiformes, que alimentan el retorno del etnonacionalismo y de la xenofobia. Asolando hoy en día en la mayoría de los países en primer lugar, aquellos que fueron los campeones del neoliberalismo , la furia sorda engendrada por la injusticia social hace resurgir por doquier el cesarismo político aunque sea de factura tecnocrática y la dicotomía amigoenemigo . Se convalida nuevamente la pertinencia de las disposiciones del preámbulo de la Constitución de la OIT y de la Declaración de Filadelfia que, extrayendo las lecciones de la Primera y luego de la Segunda Guerra Mundial, han afirmado que “la paz universal y permanente solo puede basarse en la justicia social”. Esta afirmación no es la expresión de un idealismo anticuado, sino el fruto de las experiencias más mortíferas de la historia humana.
La dificultad es que, si bien en nada han perdido su valor los principios sobre los cuales se fundó la justicia social en ese momento, las condiciones para su aplicación han cambiado profundamente. Los desafíos planteados por la revolución digital y el agotamiento de la Tierra exigen nuevas respuestas, que los hombres deben concebir y poner en práctica. ¿Cuáles son, más precisamente, esos desafíos? La revolución digital conlleva tanto riesgos como oportunidades. Los riesgos son los de hundirse en la deshumanización del trabajo. De ahora en más, al control físico sobre el trabajador se añade el control cerebral.
Siguiendo el modelo informáticocomputacional, las concepciones sobre el trabajo de los hombres lo ven como el lugar de ejecución de un programa. Último avatar de las religiones del Libro, esta metáfora del programa – literal y etimológicamente, de “lo que ya está escrito”– , después de extrapolarse de la informática a la biología, se aplica hoy en día a los trabajadores. Devenidos en los eslabones de las redes de comunicación que durante las veinticuatro horas del día deben encargarse de procesar una cantidad cada vez mayor de datos, son evaluados a la luz de indicadores de rendimiento desconectados de su experiencia concreta de la tarea por realizar. De ahí el espectacular aumento de patologías mentales en el trabajo, cuyo número en Francia se ha multiplicado por siete entre los años 2012 y 2017.
Esta gobernanza por los números se traduce también en un aumento de los fraudes y de las deficiencias, del cual no está exenta la investigación científica (retomaremos esta cuestión). En fin, a pesar de la jurisprudencia, que ha detectado todos los lineamientos de la subordinación salarial en dicha gestión por algoritmos, los trabajadores “uberizados” son firmemente mantenidos en un “más acá del empleo” por dirigentes políticos sometidos al intenso lobby de las plataformas.
Las sociedades humanas no son
manadas. Para subsistir, necesitan un
horizonte común