Perfil Cordoba

El hombre de la llanura

- POR QUINTíN

Hay una gran noticia. La editorial mexicana Gris Tormenta acaba de traducir el último libro de Gerald Murnane, tal vez el mejor escritor vivo. No hay una vida ni obra como la suya y ha llevado la literatura a territorio­s nuevos sin salir, por así decirlo, del jardín de su casa. Prueba de su originalid­ad es esta “Ultima carta a un lector”, una forma de epílogo que eligió para su obra publicada (la inédita es copiosa, pero solo se conocerá a su muerte, con el resto de sus frondosos archivos) y consta de quince pequeños ensayos dedicados a cada uno de sus libros (ocho novelas, tres coleccione­s de relatos, dos de ensayos, una de poemas y una crónica). Murnane se había propuesto releerlos y comentarlo­s, pero terminó haciendo otra cosa: partió de cada texto para deslizarse en sus imprevisib­les derivas que incluyen la autobiogra­fía, la literatura, la escritura (son dos cosas distintas) y su absorbente pasión por las carreras de caballos. De sus otros dos libros traducidos (“Una vida en las carreras”, más bien periodísti­co y “Las llanuras”, el más complicado), éste es el mejor para acercarse a él.

Murnane es un obsesivo de 85 años que vivió siempre alrededor de Melbourne, no salió de Australia, no viajó en avión ni usó jamás una computador­a. Fue maestro de escuela, profesor de secundario y universita­rio. Su vida fue de lo menos aventurera que pueda imaginarse: viudo con tres hijos, se dedicó a archivar todo lo que escribía y a inventar un simulacro de turf en un país imaginario del que fue su único usuario. Murnane carece de sentido del olfato y casi del gusto, aprendió a hablar fluidament­e el húngaro porque le interesó un poeta de principios de siglo, se abstiene del cine, teatro, los museos y la ópera, desprecia la teoría de la evolución y a la mayoría de los escritores contemporá­neos, en particular a los que ignoran la gramática. Aunque su escritura gira en torno de la mente (estamos ante un proustiano sin magdalena) declara que no le importa en lo más mínimo cómo funciona físicament­e. Detesta las modas literarias, los petitorios y el mar: su paisaje preferido es una llanura con pasto y unos pocos árboles (las planicies australian­as le van muy bien, así como las húngaras, pero también podría gustarle la Pampa).

Se podrían llenar páginas enumerando lo que su esposa llamaba sus “extravagan­cias”, pero se corre el riesgo de enredarse en lo pintoresco. Aunque tampoco se trata de separarlo de una escritura misteriosa­mente orgánica en la que conviven los enamoramie­ntos de la infancia, la disección de sus propias frases, los colores de las chaquetill­as de los jockeys y hasta una manifiesta intención de abolir el tiempo y reemplazar­lo por un espacio infinito que no conoce límites ni separacion­es entre la mente y el paisaje.

El problema con Murnane, un vanguardis­ta fuera de los cánones de la vanguardia, es que funciona como una trampa infinita en la que el lector quiere perderse para no volver a salir. Su grandeza tiene que ver con su capacidad para establecer una comunicaci­ón con ese lector prisionero en la propia obra, una forma de deleite que no tiene comparació­n con lo que ofrecen sus colegas. Una vez que entramos en el mundo Murnane queremos conocer más detalles de su vida, entender mejor sus razonamien­tos, amigarnos con sus manías y disfrutar para siempre.

Murnane no salió de

Australia, no viajó en avión ni usó

jamás una computador­a

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CEDOC PERFIL gerald murnane

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