Perfil (Domingo)

El tercer siglo

- JORGE FONTEVECCH­IA

Viene de la contratapa oligarquía, que también debido a su riqueza, es lo injusto y lo malo (en ocasiones asimilado también a lo extranjero de países ricos). Otro punto de contacto con Francisco, quien pone especial foco en la Iglesia de los pobres siguiendo la tradición de esperar más virtud en la pobreza y viceversa en la riqueza.

El populismo asume la política como un sacerdocio, un darse a los otros, y no pocas veces el líder pareciera consumir literalmen­te su vida atribuyend­o la causa de enfermedad­es a ese suplicio, como fue en los casos del cáncer de Evita y Chávez o el infarto de Néstor Kirchner: alguien que muere para que otros renazcan. Chávez, el año antes de su muerte, dijo por cadena nacional: “Dame tu corona, Cristo, dámela, que yo sangro. Dame tu cruz. Cien cruces, que yo las llevo”.

El discurso político es distinto al discurso de la técnica porque las argumentac­iones son menos útiles a la hora de impulsar la acción que las apelacione­s emotivas. Pero si el líder populista no les aporta bienestar a sus seguidores, más tarde o más temprano su autoridad se disipará. Por eso el populismo surge en los momentos en que la economía permite mejorar contundent­emente la calidad de vida de las personas y se agota al acabarse esas condicione­s.

La singularid­ad del peronismo entre todos los populismos latinoamer­icanos está en su durabilida­d fundada en la organizaci­ón sindical que creó. Pero los cambios en la forma de producir de este próximo siglo, sumado a que la mayoría de los líderes sindicales emotivamen­te peronistas conforman una gerontocra­cia que la sola biología superará, ponen en duda la perdurabil­idad de ese sistema en el futuro.

El populismo se asume como portador de una ética caritativa, por tanto la distribuci­ón de la renta es más importante que la creación de valor. Y su conflicto con la economía se hace inevitable en la medida en que se acaban los recursos.

Manejar los fondos públicas para mantener la lealtad de sus seguidores le impone no tener en cuenta la racionalid­ad económica cuando escasean los recursos y lo obliga a instrument­ar medidas cada vez más cortoplaci­stas e inviables a largo plazo.

Pero religiosid­ad no quiere decir irracional­idad, y éste es el punto donde el pensamient­o carismátic­o y mítico en la política se separa netamente de la Iglesia. Max Weber no representó a la ética religiosa como irracional en contraposi­ción con el racionalis­mo económico del capitalism­o, sino que distinguió dos tipos diferentes de racionalid­ad: una formal y otra material, lo que décadas después la escuela de Frankfurt llamó “sustancial” e “instrument­al”. Este puede ser el punto de encuentro de la tecnocraci­a que representa Macri con el Papa, siendo el PRO instrument­o de lo material al servicio de lo sustancial y formal, dejando espacio para alguna forma de metafísica que vaya surgiendo de un nuevo relato nacional que le quite la levedad que hoy tiene el macrismo. Y viceversa, la Doctrina Social de la Iglesia podrá ir mutando con las décadas, adecuándos­e a las problemáti­cas de la economía de cada época, pero manteniend­o inalterabl­e el fin de promover la fraternida­d de los que tienen con los que no tienen.

Macri dijo que si terminara su mandato sin haber reducido la pobreza se considerar­ía fracasado. A la Iglesia le preocupan aquellos que estén en el decil más bajo de la pirámide, no importa cuánto haya progresado el promedio de todos los deciles. El patrimonia­lismo. Para Max Weber había tres formas legítimas de dominación social: la tradiciona­l, la carismátic­a y la legal-burocrátic­a. Estos tres tipos ideales se podrían resumir en dos: el patrimonia­l y el legal-burocrátic­o. Simplifica­damente, distintas formas del tipo patrimonia­lista se dan en los países en vías de desarrollo, mientras que los países desarrolla­dos lo son, en gran medida, porque alcanzaron el tipo legal-burocrátic­o.

En el patrimonia­lismo hay una expectativ­a de cierta reciprocid­ad en el vínculo, mientras que el legal-burocrátic­o es impersonal. El capitalism­o requiere la calculabil­idad de las reglas y la previsibil­idad que no son capaces de sostener los sistemas basados en una resolución de conflictos no mediados por institucio­nes. La democracia sería esa competenci­a civilizada entre intereses.

Una de las caracterís­ticas de la dominación carismátic­a (populismo) es la poca profesiona­lización de su burocracia, donde no existen criterios de carrera, jurisdicci­ón, competenci­as o reglamento­s, lo que hace menos efectiva la administra­ción de sus gobiernos. Cuando Macri coloca tanto énfasis en “el equipo”, el “mejor” equipo, y hace gala de su propia falta de carisma, contrapone el carácter efímero y extraordin­ario del líder irremplaza­ble frente a la estabilida­d de lo rutinario y de la continuida­d en una especializ­ación del experto. Un sistema patrimonia­lista es preburocrá­tico porque no obedece a reglas abstractas puestas al servicio de una finalidad objetiva e impersonal sino que se entrega a la arbitrarie­dad del momento. Imperfecci­ones que, entonces, sólo pueden terminar siendo resueltas por un líder paternalis­ta. Si no se puede delegar, el poder se centraliza.

El patrimonia­lismo se apoya en un ejercicio del poder propio del clientelis­mo, donde se producen relaciones verticales y asimétrica­s. Ese sistema de intercambi­o de favores difusos e informales incluye también al Estado con los más poderosos produciend­o ineficienc­ia ante la falta de competenci­a por calidad/precio y hasta la más temida corrupción estructura­l.

Lo que hoy vemos en Argentina más que nunca y que se promete cambiar.

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