Roma o el libro de los sueños
algunos viajes ofrecen las posibilidades de un sueño. En ciertas ciudades por momentos uno se siente partícipe de un sueño neto: el pasado. A orillas del río Tíber, en una de las tantas curvas escarpadas del río a salvo del bullicio de la ciudad, el tiempo retrocede y Roma se transforma en un paraje onírico y descampado. Cobra esa tranquilidad lacustre y luminosa que distintos directores, desde Antonioni a Fellini, supieron captar por fuera de los clisés del neorrealismo en distintos paisajes de Italia. Los siglos de historia emanan esa serenidad que puede cautivar al observador durante horas e inducir una siesta en el pasto. Los siglos traen un olor a cenizas húmedas. Y uno no puede evitar pensar, mirando las villas que se alzan a lo lejos entre árboles, que el origen del hedonismo en el imperio romano pendía de la posibilidad –o la probabilidad– de fundir sueño y vigilia en una lujuria pasiva. Como si parte del verdadero placer consistiera en esperar hasta atiborrar los sentidos.
En un sueño reciente, a orillas de un río, la misma serenidad acuática. El mismo olor a cenizas. Apenas camino, noto que estoy en el pasado. En un clima extraño, a orillas de un río entre los árboles, presencio una filmación y hablo con un joven artista que me cuenta sus proyectos. Lo reconozco al escuchar el argumento de dos películas, que ya están tomando forma en su cabeza. No tiene la menor idea de quién va a ser. No sabe nada de su genio. El me propone que actúe en esa, su primera filmación, y yo pienso en el desbarajuste que puede generar en el espacio/ tiempo ser filmado en esa época incierta –el olor a ceniza y la niebla que sube del río hablan de la pos- guerra– y ver en el siglo XXI mi propia actuación. “Por lo menos de extra”, me ruega. Le comento que soy un viajero del tiempo, mi actuación puede ser un verdadero problema. Se ríe. Me preocupa que ignore quién va a ser. No resisto la tentación y le digo cómo va a pasar a la historia del cine. Las películas que me acaba de describir se llamarán La strada y La dolce vita. Se pone serio. Me dice que pensó en La dolce vita como un título posible para uno de los argumentos. Se aleja inquieto, pero su valentía atea lo hace volver a mí. Menea la cabeza. Me señala una compañía de circo que está instalándose junto al río, como si me propusiera un recreo para cultivar la amistad que él mismo explorará en Los inútiles. Con una camaradería entusiasta, me pide que lo acompañe. Puede haber ahí algo para una película. Estoy a punto de hablarle de I clowns, pero me doy cuenta de que la mención puede hacerle perder esa forma de cordura que en Italia esconde el ateísmo. Trato de controlar mis impulsos: en mis manos está que haya o no un Fellini en la segunda mitad del siglo XX.
Me desperté conmovido y, por obra y gracia del joven Fellini, curado de un resfrío. Había tenido el privilegio de espiar el alma de un artista adolescente. Reviví de inmediato la Roma que conocí hace casi veinte años, cuando yo tenía la edad que Fellini en mi sueño. Recuperé imágenes apaciguadas del río Tíber. No recordaba una ciudad sino la orilla de un río paradisíaco que nadie navegaba y que estaba ahí para dividir los hemisferios de una ciudad, duplicar su misterio. Me invadió una racha inútil de nostalgia. Pensé que si algún día volvía a Roma, el río seguiría siendo el mismo.