El Valfierno tan temido
La verdadera historia de Eduardo Valfierno no se sabrá nunca y eso está bien. Nada más justo que a un falsificador, impostor y falsario atribuirle una vida inventada. Nada más apropiado, entonces, que su biografía esté sospechada de plagio. Eso pasó con la que escribió Martín Caparrós sobre el supuesto instigador, entre otras cosas, del robo a La Gioconda en el Museo del Louvre en 1911. La crónica cuenta –la del remedo y no la del enigmático argentino que se hacía llamar Marqués–, que Diego Guelar, ex funcionario del gobierno de Menem, había tenido la misma idea. “Mi” Valfierno era mejor que el tuyo, dicen que dijo Caparrós, mandándose él mismo al infierno (o al cielo) de los imitadores. Sin embargo, es una pantomima menor, al lado de la que participó nuestro ladrón vernáculo. Le confesó al periodista Karl Decker, en 1914, que había sido el cerebro detrás del robo y que quería vender seis copias falsas a distintos coleccionistas, advertidos de que la obra de Leonardo ya no estaba en el museo parisino. Sin embargo, el responsable de dejar el lugar vacío ocupado por la señorita de la risa inescrutable fue un pintor de brocha gorda que había trabajado en la institución. La investigación se cerró dos años más tarde, cuando lo atraparon y de manera muy simple detalló que se llevó la pintura que pensaba devolver a Italia como una reparación histórica. De Valfierno sólo quedaron sus dichos que Decker publicó en 1931. Los que respiraron aliviados fueron Apollinaire y Picasso, que fueron detenidos como sospechosos de este delito. Pero ésa es otra historia.