Experiencias deportivas
alo largo de los años, el deporte puede ser un espejo diferido del cuerpo. No siempre ese espejo anticipa decadencia. Sin embargo, el sueño de alcanzar un temperamento deportivo se aleja y uno debe empezar a hacerse a la idea de que a partir de los cuarenta toda práctica es recreativa. Tal vez esté siendo demasiado optimista y deba correr el umbral a los treinta.
Cada Juego Olímpico no hace más que reavivar para mí la secreta nostalgia de no haber invertido mis años dorados en algún tipo de disciplina competitiva. Probablemente no haya expresado este pequeño remordimiento en otra columna. Y probablemente no haya tenido nunca talento ni constancia para competir en ningún deporte, y dedicándome a la lectura de acostado y a la escritura de sentado haya ahorrado una colección de frustraciones proporcionales a los dolores físicos que hoy me aquejan. En cualquier caso, tanto un artista como un deportista deben enfrentarse al momento crucial de su propia decadencia. En un deportista ese momento está implícito en el retiro. En un artista, la pérdida del don o el descubrimiento de que ya no cumplirá una promesa y no será quien debería haber sido. Sentarse a escribir una columna y pelear cuerpo a cuerpo con algunas ideas es la confirmación de esto último. Como un viejo boxeador que hace sombra, me debato con fantasmas cada vez que me siento. A la larga, el testimonio de ese esfuerzo recae en el diario. El diario como amparo ante la ficción. Por eso la etapa final de la obra de Mario Levrero, a diferencia de un diario espaciado en el tiempo como el de Piglia, representa una epifanía literaria superior: es el testimonio de una despedida y no de un ejercicio.
El diario como amparo ante la ficción apareja inercia. Por ende, una renuncia a la idea de viajar, algo a lo que me vengo acostumbrando desde hace tiempo. No obstante, viajar a un Juego Olímpico fue una tentación y cuando un amigo carioca me invitó a quedarme en su casa durante ese evento, lo pensé dos veces. Las razones con las que intentó convencerme fueron muchas: una ciudad repleta de extranjeros sólo se ve una o dos veces en la vida; podía acreditarme como periodista y presenciar cualquier competencia; la experiencia suscitaría cantidad de crónicas y columnas. Las dos primeras razones me resultaron debatibles pero verosímiles. La tercera, no. Uno no deja de escribir porque carece de experiencias. Más bien creo que, para escribir, los rastros de experiencia deben ser borrados. De manera que, después de unos días de pensarlo, decliné la invitación.
No sé cuán atractivo puede ser ir a una ciudad desbordada como Río en este caso. Tal vez una ciudad como Río de Janeiro sea mucho más interesante sin Olimpíadas. Lo cierto es que, en época de Juegos, ciertos deportes estrambóticos, como el salto ornamental, el nado sincronizado individual –vaya paradoja–, la marcha atlética –competencia para grandes caminantes– o la lucha grecorromana –disciplina en la que sobresalen Cuba, Rusia y ex países soviéticos– se vuelven fuente de atención y teorizaciones. A toda hora, los medios de información repiten imágenes en las que el drama y la gloria se sincronizan. Durante segundos, en un resumen de noticias, se ven decenas de deportistas que se prepararon toda la vida para ese momento. Las imágenes de los superhéroes del deporte son las menos absorbentes. En ese pequeño club, Usain Bolt y Michael Phelps son figuras estelares que ya no esconden ningún misterio.