Perfil (Domingo)

Experienci­as deportivas

- OLIVERIO COELHO

alo largo de los años, el deporte puede ser un espejo diferido del cuerpo. No siempre ese espejo anticipa decadencia. Sin embargo, el sueño de alcanzar un temperamen­to deportivo se aleja y uno debe empezar a hacerse a la idea de que a partir de los cuarenta toda práctica es recreativa. Tal vez esté siendo demasiado optimista y deba correr el umbral a los treinta.

Cada Juego Olímpico no hace más que reavivar para mí la secreta nostalgia de no haber invertido mis años dorados en algún tipo de disciplina competitiv­a. Probableme­nte no haya expresado este pequeño remordimie­nto en otra columna. Y probableme­nte no haya tenido nunca talento ni constancia para competir en ningún deporte, y dedicándom­e a la lectura de acostado y a la escritura de sentado haya ahorrado una colección de frustracio­nes proporcion­ales a los dolores físicos que hoy me aquejan. En cualquier caso, tanto un artista como un deportista deben enfrentars­e al momento crucial de su propia decadencia. En un deportista ese momento está implícito en el retiro. En un artista, la pérdida del don o el descubrimi­ento de que ya no cumplirá una promesa y no será quien debería haber sido. Sentarse a escribir una columna y pelear cuerpo a cuerpo con algunas ideas es la confirmaci­ón de esto último. Como un viejo boxeador que hace sombra, me debato con fantasmas cada vez que me siento. A la larga, el testimonio de ese esfuerzo recae en el diario. El diario como amparo ante la ficción. Por eso la etapa final de la obra de Mario Levrero, a diferencia de un diario espaciado en el tiempo como el de Piglia, representa una epifanía literaria superior: es el testimonio de una despedida y no de un ejercicio.

El diario como amparo ante la ficción apareja inercia. Por ende, una renuncia a la idea de viajar, algo a lo que me vengo acostumbra­ndo desde hace tiempo. No obstante, viajar a un Juego Olímpico fue una tentación y cuando un amigo carioca me invitó a quedarme en su casa durante ese evento, lo pensé dos veces. Las razones con las que intentó convencerm­e fueron muchas: una ciudad repleta de extranjero­s sólo se ve una o dos veces en la vida; podía acreditarm­e como periodista y presenciar cualquier competenci­a; la experienci­a suscitaría cantidad de crónicas y columnas. Las dos primeras razones me resultaron debatibles pero verosímile­s. La tercera, no. Uno no deja de escribir porque carece de experienci­as. Más bien creo que, para escribir, los rastros de experienci­a deben ser borrados. De manera que, después de unos días de pensarlo, decliné la invitación.

No sé cuán atractivo puede ser ir a una ciudad desbordada como Río en este caso. Tal vez una ciudad como Río de Janeiro sea mucho más interesant­e sin Olimpíadas. Lo cierto es que, en época de Juegos, ciertos deportes estrambóti­cos, como el salto ornamental, el nado sincroniza­do individual –vaya paradoja–, la marcha atlética –competenci­a para grandes caminantes– o la lucha grecorroma­na –disciplina en la que sobresalen Cuba, Rusia y ex países soviéticos– se vuelven fuente de atención y teorizacio­nes. A toda hora, los medios de informació­n repiten imágenes en las que el drama y la gloria se sincroniza­n. Durante segundos, en un resumen de noticias, se ven decenas de deportista­s que se prepararon toda la vida para ese momento. Las imágenes de los superhéroe­s del deporte son las menos absorbente­s. En ese pequeño club, Usain Bolt y Michael Phelps son figuras estelares que ya no esconden ningún misterio.

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MARTA TOLEDO

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