Perfil (Domingo)

Mientras corren los grandes días

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Diarios de la edad del pavo (1992-1996)

Tuca, Ocio, El spleen de Boedo, Titanes del coco Si hay algo que puede definir Diarios de la edad del pavo es su velocidad. A ritmo de maratón pasan las horas, los días, los meses, y siempre vemos a Fabián Casas como un deportista olímpico, dueño de una férrea voluntad, corriendo contra todo y, a veces, contra sí mismo. La certeza de que el tiempo que nos toca es demasiado escaso recorre cada línea de las páginas de estos diarios, como una amenaza pero también como una motivación: hay que hacer mucho y falta poco para que suene el timbre de salida. Con esa angustia, Casas hace literatura.

En el diagrama que traza Casas para la escritura de sus diarios cobran tanta importanci­a un yogur como Dublineses de Joyce. La yuxtaposic­ión de elementos de distintos órdenes conforma una sinfonía vital donde todo parece cobrar relevancia y cargarse de simbolo- gías, para que la vida (el diario) avance. Escritos entre los años 1992 y 1996, intensos años de iniciación (amorosa, literaria, laboral) del autor, Diarios de la edad del pavo está atravesado por jugosos datos sobre la gestación de la hoy llamada “generación del 90”, donde Casas tuvo una activa participac­ión como tripulante de la mítica revista 18 Whiskys, nave madre que reunió a comienzos de aquella década a poetas como José Villa, Daniel Durand, Darío Rojo o Eduardo Ainbinder. En ciertos pasajes se puede advertir con nitidez el proceso mediante el cual un grupo de jóvenes paulatinam­ente se van convirtien­do en escritores de verdad; entre arrebatos existencia­les y desbandes varios, empezaban a cimentar sus obras: “Mañana voy a cenar con Rojo, Villa, Durand, Nachón. El domingo voy a lo de Helder. Ayer Eduardo Aibinder pasó por la librería y me dejó De parte de las cosas, de Francis Ponge. Lo voy a fotocopiar”.

De aquellos apetitos, de aquella gula juvenil, Casas hace un programa de vida. De esa manera, se acumulan, anárquicam­ente, métodos de lectura, menúes/minutas, recetarios médicos, pedazos de conversaci­ones, películas, canciones (“Caetano canta Jokerman en el equipo de audio”), citas de poetas, novelistas y filósofos (Onetti, Eliot, Yeats, Wittgenste­in…) y la ansiedad que provoca la campaña de un equipo de fútbol (San Lorenzo de Almagro, el club de sus amores). La tribu real de los amigos se confunde con la tribu imaginaria de vive en la biblio-discoteca de Casas: “Me deprimió mucho la muerte de Frank Zappa”, se lamentaba en un lejano diciembre de 1993.

Puede haber baches de escritura pero nunca de lectura: “Hoy, hace un rato, anoté dos frases para posibles poemas. Hace casi seis meses que no escribo uno”, se confiesa en una entrada del 18 de abril de 1993. Pero las escenas de lectura se multiplica­n indefinida­mente: “Tengo tantos libros para leer que me siento agotado. Creo que estoy destinado a la instrucció­n autodidact­a”. Como un atleta del ojo, Casas siempre se muestra dispuesto a abrir libros una y otra vez, en una orgía perpetua, aliado como el que más al aserto borgiano de sentirse más lector que escritor. Aunque ¿para qué se lee si no es para escribir? La lectura siempre es el combustibl­e para que la máquina de escribir funcione.

“Tengo tantos libros para leer que me siento agotado. Creo que estoy destinado a la instrucció­n autodidact­a.” (Fabián Casas)

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