Obra pública
Casi al comienzo de El ciudadano ilustre, cuando Mantovani –escritor Nobel– llega a su pueblo de origen y visita la municipalidad, la puesta en escena del despacho del intendente revela la mirada de los directores del film. De modo obvio, muestra la iconografía peronista: Perón y Evita salvaguardando la intimidad de un intendente bruto y trepador y una corte de empleados inútiles. La inevitable asociación que induce probablemente nunca haya sido pensada en sintonía con las razzias macristas en el Estado. Al generalizar y resolver las posibilidades de representación en la sátira, como el dúo de Borges y Bioy-Bustos Domecq en la literatura, la película se vuelve una comedia de enredos. Si no fuera por la liviandad a la hora de repetir automáticamente la fórmula “pueblo chico, infierno grande” y replicar todos los lugares comunes del provincianismo subdesarrollado, sería un gran film: la narración, la realización y la caracterización del escritor Nobel son impecables. Su pequeño problema no reside en la verosimilitud de la dinámica conservadora y resentida del pueblo ni en el tono paternalista, sino en la falta de matices, en la pulsión por mostrar lo obvio. Así, cada personaje parece parte de una precaria secta maligna; cada parcela del pueblo, miserable y sin historia. Cualquiera que haya ido a un pueblo argentino sabe que los contubernios, la ignorancia y las mezquindades existen tanto como en la ciudad. Mirando este film, no pude dejar de contrastar mi experiencia en un pueblo a orillas del Atlántico, Camarones, años atrás. El pueblo había tenido su época de gloria durante el primero y el segundo gobierno de Perón. El almacén central –un galpón de aspecto malvinense– y las construcciones típicas de chapa y techo a dos aguas presentaban una armonía pintoresca. Por supuesto había zonas miserables y sin historia. Casi desde cualquier punto del pueblo podía verse el mar. Alejándose, había un cementerio con un cuidador maltrecho que podría haber sido un extra que aportara color local bizarro en El ciudadano ilustre, y ya saliendo, campos áridos donde Benetton criaba ovejas. Sin embargo, más allá de la atmósfera pintoresca, me sorprendió algo imponente para la escala del pueblo –1.300 habitantes–: la calidad del antiguo hospital y la cantidad de escuelas. Algunas de ellas, verdaderos edificios públicos macizos, con varias alas. Habían sido concebidas para un pueblo que, en la década del 50, debería haberse desarrollado demográficamente mucho más. El altruismo del general Perón, sin embargo, entre los habitantes no había motivado ninguna devoción iconográfica. La infraestructura no dejaba de recordar lo que el pueblo de Camarones no fue. Al fin y al cabo la arquitectura, sobre todo la obra pública, suele transformarse en un testimonio político. El Albergue Warnes, por ejemplo, llamado a convertirse en el Hospital de Niños más grande en Latinoamérica, es un testimonio de la ineptitud de la Revolución Libertadora. A lo largo de décadas, el edificio al que le faltaba poco para ser inaugurado –pero que prefirieron dejar inconcluso para no perpetuar en la memoria el fantasma de Perón– sobrevivió en un predio desértico de La Paternal. Fue tomado y en su interior creció una sociedad sin ley, un pequeño pueblo que seguramente hoy, de existir, habría recibido a un hijo pródigo con los brazos abiertos.