La posverdad
El neologismo fue elegido como la palabra del año por el Un sustituto moderno para una palabra rotunda y de larga tradición: mentira.
las sensaciones, las emociones. Falsedades. En EE.UU. existe una empresa llamada “FactCheck” que se ocupa de verificar datos usados en discursos políticos y medios de comunicación, procurando detectar errores, imprecisiones o falsedades. Según sus mediciones, al analizar los debates presidenciales de la última campaña electoral, casi el 75% de lo que dijo Donald Trump no era cierto. Lo curioso es que, si examinamos pormenorizadamente esas afirmaciones, nos encontramos con que había bolazos tan fácilmente detectables como que Barack Obama es musulmán o que el presidente de México, Peña Nieto, toma a su cargo personalmente la tarea de seleccionar delincuentes y asesinos para enviarlos a los Estados Unidos.
Por supuesto que a nadie se le ocurriría proferir estas enormidades sin un análisis sociológico previo que detecte lo que una considerable proporción de gente quiere oír, de modo que fábulas y disparates sirven para asentar y reforzar sus creencias y prejuicios.
Ya no vale la pena hablar de la sobredosis de información con que las nuevas tecnologías han intoxicado al rebaño humano hasta el paroxismo ni de la maraña hiperconectiva que posibilita que la opinión ramplona de un remoto bloguero merezca tanta o más atención que el dictamen emitido por la más renombrada y respetada Academia científica; ya sabe- mos que, no importa la complejidad del tema tratado, los 140 caracteres de un “tuit” ilustran mejor a muchas personas que todos los tomos de la Enciclopedia.
Pero es que la posverdad no es nueva, no brotó por generación espontánea al amparo del fértil clima de las democracias occidentales, no es el producto exclusivo de las redes sociales. La han usado desde siempre autócratas inteligentes, como Castro o Putin, histriónicos e insustanciales, como Chávez, y hasta torpes y necios como Maduro. Después de todo, una de las artes que no puede faltar en el arsenal de recursos del dirigente político inescrupuloso es ésa: metamorfosear el contexto, zarandear los conceptos y adaptar la realidad a las exigencias de sus objetivos.
Y sin embargo, me resisto a legitimar el fraude y la patraña como circunstancias contra las que no vale la pena luchar, me niego a aceptar que, desde los círculos de la intelectualidad, la ciencia y la cultura, se haga tabla rasa con todas las escalas de valores. Declino pues, tan gentil invitación a abandonar mi anticuada manía de llamar mentira a la mentira y me permito insistir en el rechazo a admitirla entre nosotros, no sólo como algo aceptable y cotidiano, sino incluso más creíble y verosímil que la menesterosa, marchita, triste y amarga verdad. *Fiscal general.