Para qué sirven las fajas
Cada vez que visito el Tigre me vienen a la memoria mitologías familiares. Una de ellas dice que ante la vuelta de Perón en el año 73, el dueño del departamento que mis padres alquilaban en Buenos Aires les ofreció una indemnización para prevenir el riesgo de que fueran congelados los alquileres y sus inquilinos se quedaran una década pagando chirolas. Con esa pequeña indemnización, mi padre compró una lancha maltrecha y una isla en la segunda sección del Tigre, y durante mis primeros años de vida pasé temporadas en el Delta. De esas estadías no me quedan casi recuerdos, aunque sí una fascinación imperecedera por los ríos tupidos y los sonidos nocturnos, fuente de todo misterio en la infancia.
Debido a una serie de desventuras financieras, la isla no duró mucho tiempo en manos de mi padre. Por entonces, la industria del turismo todavía no había cooptado la posibilidad de la aventura, ni había reelaborado bajo los estándares del confort la posibilidad de retirarse a un lugar ajeno a las leyes de la civilización. Con los años, los lugares remotos del Delta se volvieron más accesibles, llegó la electricidad y las lanchas colectivas mejoraron su frecuencia, aunque los fenómenos naturales, las crecientes, las sudestadas, protegieron esa naturaleza única del proyecto civilizatorio privado que, por ejemplo, se arraigó en el Nordelta.
El Delta conserva en su topografía una dosis de hostilidad que el hombre no pudo domesticar para volverlo hospitalario las veinticuatro horas del día durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Quienes viven ahí tienen un pacto implícito con la naturaleza, y por eso todavía es un territorio idílico. En el cuarto número de la revista Carapachay, que justamente se presentó en el Tigre hace poco y me sirvió como excusa para volver a ese otro territorio, Horacio González, a propósito de la isla Martín García, arriesga: “La isla ofrece la posibilidad de un segundo nacimiento, la oportunidad de una fundación correctiva de lo que la civilización envició”. Tal vez esa misma posibilidad funde el impulso de quienes dejan las grandes ciudades y encuentran en las islas –o en cualquier otro formato semivirgen de la naturaleza– un contacto privilegiado con utopías arcaicas. Quizás las únicas posibles después del derrumbe de las utopías políticas del siglo XX.
La frase de González a su vez parece hecha a medida de la utopía revolucionaria cubana, que en un principio funcionó como renacimiento para una sociedad viciada por el régimen de Batista, y que con los años cortó de raíz vicios antiguos reemplazándolos por vicios nuevos y restricciones burocráticas forradas en una retórica seductora. Durante la Guerra Fría y el período especial, la burocratización y la vigilancia –el Estado omnipresente colonizando la vida pública y la privada hasta volverlas indiferenciables– terminaron aplastando a las nuevas generaciones artísticas y desencadenando una diáspora. Sin embargo, las posibilidades de refundación de una isla son infinitas, aunque no siempre prometedoras. Probablemente sea Cuba, en los próximos años, el territorio en el cual las contradicciones de la democracia norteamericana terminen colisionando, ahora sí, de un modo salvaje, y las utopías disecadas del pasado desfilen con el traje idiota de la distopía trumpeana. Las fajas son tiras de papel de color que envuelven algunos libros. Por lo general tienen colores chillones y contienen frases cuyo objetivo es despertar el deseo de comprar un libro. En España y en Italia se usan mucho, y, como los textos de contratapa y las solapas, pertenecen a un género globalizado: usan superlativos absolutos, hacen comparaciones improbables, emiten juicios entusiastas y tiran números de ventas astronómicos, irreales e incomprobables. Si tantos editores siguen usándolas es porque evidentemente las fajas funcionan, y muchos lectores se sienten atraídos por ellas y creen en lo que prometen.
Las fajas en realidad desarrollan distintas funciones. La primera es atraer a los posibles clientes que según el editor son los candidatos ideales para determinado libro; la segunda es enmarcar el tipo de libro en base a quién aconseja leerlo, acercándolo a otros libros o autores o dando cuenta de las emociones que puede suscitar; la tercera es intentar generar un efecto viral o una moda, usando la palabra best-seller o citando la cantidad de ejemplares vendidos. En todos los casos el objetivo principal de una faja es hacer que un libro resalte de los que lo rodean, porque la primera batalla a ganar es la de la visibilidad en las mesas de las librerías.
En Francia, en el Reino Unido y en los Estados Unidos las fajas se usan mucho menos. En inglés ni siquiera tienen un nombre: las llaman advertising paper book band with blurb on it. En Francia las usan para agregar información a un libro que ya está en librerías sin tener que reeditarlo, por ejemplo cuando gana un premio. La difusión de las fajas en España y en la Argentina representa en todos los casos una costumbre que puede considerarse vulgar, pero que trae consigo la indudable ventaja de no afectar al libro: después de haber cumplido su cometido, la faja puede tirarse a la basura sin dejar rastros. Cuando las frases promocionales están impresas en la tapa, acompañan al libro durante toda su historia.
El uso de frases promocionales para impulsar la venta de libros probablemente comenzó en los Estados Unidos. La NPR, o sea la radio pública estadounidense, sostiene que el primer escritor que utilizó una frase de otro escritor para vender su libro fue Walt Whitman en 1856. Un año antes Whitman –entonces joven y desconocido– había enviado la primera edición de Hojas de hierba a Ralph Waldo Emerson, filósofo y escritor muy famoso entonces. Emerson le respondió con una carta. Cuando en 1856 el libro se reeditó, el editor de Whitman decidió agregar a la contratapa del libro una frase extraída de la carta de Emerson, muy similar a la que podríamos encontrar hoy en una faja: “Te veo al comienzo de una gran carrera”.
La editorial española Drácena publicó hace unas semanas la novela Reencuentro de personajes, de la mexicana Elena Garro, con una faja que decía: “Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges”. A pesar de que casi todo lo que dice es cierto, recibió cientos de críticas, acusando a la faja de machista y misógina. La editorial ofreció disculpas y pidió a todas las librerías donde se vendía retirar del libro “la desafortunada faja”. De modo que, como toda buena faja, decía estupideces, terminó en la basura y contribuyó a que el libro se vendiera. Misión cumplida.