Perfil (Domingo)

Moby Dick y los rimbaldian­os

- MARIANO ROLANDO ANDRADE*

¿Quién es realmente Rimbaud? ¿Qué es Rimbaud? ¿Por qué desde hace casi un siglo y medio ha atraído y sigue atrayendo con una fuerza sobrenatur­al a generacion­es de poetas, escritores y artistas? Estas preguntas, que parecen fuera de tiempo y lugar en esta época de redes sociales, ligereza y vértigo, han hecho correr regueros de tinta de parte de académicos y críticos. En la piel de un humilde rimbaldian­o, dos décadas después de haber peregrinad­o por primera vez a Charlevill­e, con las manos en el bolsillo agujerado literalmen­te hablando, el misterio y la atracción permanecen intactos. Porque Rimbaud es el Moby Dick de la literatura y sus discípulos, más o menos talentosos –poco importa llegado el caso, porque nunca seremos como él–, somos el capitán Ahab, al que la gran ballena blanca marcó a fuego. “Lo perseguiré en el Cabo de Buena Esperanza, y en el de Hornos, y en el Maelstrom noruego, y en las llamas de la perdición, antes de dejarlo ir”, parecemos gritar extasiados como Ahab en el inicio de la novela de Melville antes de partir en expedición a esos mares desconocid­os en los que habita y nos espera. Sí, Rimbaud es la enigmática bestia de las profundida­des: imposible de cazar, imposiblem­ente libre, único e irrepetibl­e, irresistib­le tanto por su obra como por su vida.

Rimbaud es Moby Dick y también es Virgilio, y los rimbaldian­os pretendemo­s ser Dante, de pie a su lado frente a ese lugar en el que uno debe abandonar toda esperanza al entrar, como lo hizo él al sentarse a escribir Una temporada en el infierno y cambiar para siempre la poesía y volvernos modernos muy a nuestro pesar. Y es Moby Dick y Virgilio y también Fausto, que vendió su alma al diablo para no sólo cambiar sino convertirs­e en la poesía misma y después abandonarl­o todo, irse a traficar a Africa y morir joven con la pierna amputada en un hospital de Marsella para pagar aquella deuda contraída. “Nosotros, mi generación turbulenta, no le hicimos el menor de los casos (…) a nadie, salvo a Rimbaud y Lautréamon­t”, dijo Roberto Bolaño, quizás él mismo un rimbaldian­o, un miembro de esa secta o cofradía universal cuyos integrante­s se reconocen con pocas palabras y están unidos por un lazo que supera la razón. Hasta quienes no son rimbaldian­os recono- cen su genio. En una de sus elípticas afirmacion­es, Borges escribió una vez que la obra de Rimbaud “es una de las múltiples pruebas, quizá la más brillante de la plenaria falsedad” de la supuesta esterilida­d literaria de Francia. También dijo, para poner límites a esa admiración, que “no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg), sino un artista en busca de experienci­as que no logró”. Los rimbaldian­os, hombres de fe literaria, queremos creer en cambio que sí lo hizo. Y que, cual Moby Dick, sigue habitando en mares desconocid­os a los que partimos una y otra vez en su búsqueda. La gran ballena blanca esquiva, única. Dueña del misterio. *Periodista del servicio en español de la Agence France-Presse (AFP).

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