Hoy: ‘La novela luminosa’, de Mario Levrero
Hay una escena de La novela luminosa que regresa o, simplemente, no se va. Es la imagen de un escritor frente a la pantalla de su computadora, cuya inteligencia –el sistema operativo que da respuesta lógica a casi todas las solicitudes– es amenazada constantemente por un móvil oscuro que, a simple vista, parece ser el mismo que originó la guerra del hombre contra la máquina. De algún modo es un revival de las contiendas entre Gary Kasparov y Deep Blue, la ajedrecista electrónica de IBM. Pero esta vez el juego no consiste en vencer sino en experimentar el milagro de encontrarle a lo de siempre un sentido nuevo.
Frente a ese monitor en el que destellan las luces de las adicciones (los juegos bobos, el diseño personalizado de programas y, por supuesto, la pornografía), Mario Levrero escribe un diario –su adicción útil– sobre cómo no puede terminar aquella novela que hace 15 años no podía escribir.
Las cosas suceden en una frontera múltiple que divide la vigilia del sueño, la realidad de sus simulacros y la vida de la literatura que la enmienda o la consuela. En ese limbo, el diario no es tanto un día a día de lo que se vive como un día a día de lo que se recuerda. Es un diario sin presente en el que se descifra, pero nunca del todo, el “criptograma” del pasado. Y si hay un presente, es a cambio de no manifestarse como tiempo en curso sino como soporte, es decir, como un espacio liberado (una memoria de bytes sensibles) sobre el que habrá de apoyarse la obra.
La novela luminosa es una novela del mientras tanto que flota sobre un mar de suspenso y desvíos. ¿Por qué? ¿Por qué vemos al aplazamiento ocupar una y otra vez el lugar del acontecimiento? Tal vez porque para su narrador-autor, un obsesivo galopante, cada repetición es una novedad. Y sin embargo, no debería importarnos el cuadro clínico de quien escribe sino su arte, un arte que aparece formulado más de una vez por medio de teorías incidentales.
En la página 258 vemos que el escritor adicto, un hombre medio muerto con una literatura viva (para Levrero, escribir es entregarse al vampirismo de la literatura), acaba
El escritor uruguayo además se desempeñó como fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista y creador de crucigramas. de leer una novela de Peter Handke. Extrañamente, se detiene en el prologuista de un modo encarnizado: “Tampoco entendió la novela, y además parecía ignorar que una novela no es para ser entendida”. Es cierto. Para Mario Levrero –que no dice que una novela “está hecha” sino que “es”– la novela es para ser vivida. Lo explica el ritmo de su prosa, la que actúa como transcripción de un biorritmo que incluye la materia y la energía, el cuerpo y sus gastos, las dietas y el descanso, la farmacopea y las fobias, la inhibición y el deseo.
“Escribir es no saber”. El aforismo que Roland Barthes desliza en, justamente, La preparación de la novela, se invierte en La novela luminosa: no saber es ponerse a escribir. Bellísima –cuando la lean sabrán disculpar el sentimentalismo–, a su manera sabia y, efectivamente, luminosa, la novela de Levrero vuelve a decirnos que buena parte de la gran literatura sigue haciéndose con el cuerpo.