Perfil (Domingo)

Mundo dividido

Muchas sociedades enfrentan diferencia­s sin resolver: EE.UU., Europa y también aquí.

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Desde Londres. Hay que saber distinguir el ruido de las señales, dice un alto ejecutivo de una compañía multinacio­nal establecid­a en México, refiriéndo­se a las amenazas de Donald Trump de complicar la vida de toda empresa o gobierno que no se avenga a aceptar ciegamente sus dictados. Sensacione­s parecidas se recogen a lo largo y ancho del planeta, en las empresas multinacio­nales tanto como en los gobiernos: ¿hará Trump todo o que dice?, ¿el sistema le concederá márgenes de acción suficiente­s? Durante las campañas electorale­s, es frecuente que mucho de lo que se dice sea catalogado como “ruido”, y así sucedió con la campaña de Trump. Pero en dos semanas ejerciendo la presidenci­a de su país, el nuevo presidente no deja de sorprender enunciando políticas desafiante­s, profiriend­o diatribas y amenazas, y haciendo desplantes a jefes de Gobierno que buscan mantener diálogos de igual a igual con él. Si todo eso es ruido, está claro que se trata de un ruido desprolijo y perturbado­r; como señales, fuerzan al mundo a prepararse para tiempos difíciles.

Lo cierto es que Trump aparece en un mundo dividido en el que amplias fracciones de gente en muchos países están buscando cosas parecidas a las que Trump ofrece. Candidatos parecidos están logrando resultados parecidos en muchos lugares del mundo. Las sociedades divididas, la imposibili­dad de resolver diferencia­s mediante el diálogo y la deliberaci­ón, la dificultad de construir consensos, son marcas de esta época. The Economist titula en su tapa de la edición de ayer (4 de febrero) “Un insurgente en la Casa Blanca”. El argumento se coloca en la perspectiv­a de quien habla como si representa­se al orden establecid­o; quien lo desafía como lo hace Trump es, efectivame­nte, un rebelde, un insurgente. Pero ¿está acaso claro cuál es el orden vigente en, digamos, Inglate- rra, que votó por salir de la Unión Europea, decisión que ahora el Parlamento ha convalidad­o?, ¿o en Francia o Italia, donde las fuerzas políticas anti statu quo han venido creciendo sustancial­mente y tienen chances de convertirs­e pronto en las mayorías políticas de sus países? En ese contexto, Trump –el presidente de la primera potencia del mundo– es una voz más en un coro cuyos acordes se escuchan en todas partes. Habla menos como un insurgente que como el representa­nte de una gran parte del mundo actual.

Es, efectivame­nte, un mundo dividido. Esta vez lo ha dividido la globalizac­ión. Quedaron de un lado quienes se sienten parte del mundo global, del otro lado quienes se sienten víctimas de ese mundo. Esa división es la esencia de la divisoria, aunque después se le agreguen, en cada lugar, otros componente­s que matizan las demandas. La dimensión básica con- siste en una actitud favorable a cerrar las sociedades: cerrar la economía al comercio exterior, cerrar las fronteras a los inmigrante­s, proteger los símbolos de identidad nacionales –la lengua, ante todo, pero no exclusivam­ente–, rechazar los símbolos de identidad transnacio­nales.

Es un mundo en el que se consolidan nuevas segmentaci­ones sociales. Un grupo numeroso es el de los partidario­s del “orden establecid­o”, las clases medias consumidor­as, y como subgrupo de fuerte impronta, las “elites metro- politanas”, herederas de las sociedades burguesas de dos siglos atrás que se oponían a los regímenes aristocrát­icos. Otro grupo numeroso es el de quienes se definen como víctimas de la globalizac­ión: clases medias con baja educación, algunos sectores de las antiguas clases obreras industrial­es empleados en actividade­s condenadas a desaparece­r –los antiguos y venerados trabajador­es “blue collar” que representa­ban el meollo de las sociedades industrial­es–, eventualme­nte otros grupos de personas cuyos hábitos de vida más tradiciona­les los alienan en un mundo que propone nuevos valores y tolera nuevas costumbres. Una tercera franja –de mayor o menor tamaño según los casos– es la de los marginales, que están excluidos tanto del mundo global como del mundo menos competitiv­o, a menudo con gran proporción de extranjero­s o de minorías étnicas o religiosas. Los pro globalizac­ión sien

ten, y actúan, como si el mundo fuera de ellos. Los antiglobal­ización sienten que los primeros controlan las decisiones en su propio beneficio (la narrativa de Trump apunta claramente a ese foco). Los excluidos suelen carecer de imágenes al respecto; buscan sobrevivir y los tiene sin cuidado quién detente más poder. Los antiglobal­ización constituye­n la base electoral de Trump, la del Brexit en Inglaterra y la de Le Pen en Francia.

Los favorables a la globalizac­ión están tomando conciencia de que la paridad de fuerzas no está necesariam­ente de su lado y de que en el plano de las ideas todo vuelve a abrirse al debate. Eso los lleva a movilizars­e. En Estados Unidos contra Trump, en Inglaterra contra el Brexit, las calles de las grandes ciudades empiezan a ser testigos de multitudes manifestan­do por sus demandas. El balance final lo definirá no el número de manifestan­tes, sino el número de votantes de uno u otro lado, y a ello contribuir­á la capacidad estratégic­a de los dirigentes de uno y otro campo. Francia ofrecerá un test interesant­e dentro de poco tiempo, otros países seguirán después. Los políticos tienen que hacerse cargo de esas demandas centrales y también de los fuertes sentimient­os contra la política y los políticos que se expresan en todas partes.

De un lado se sienten parte de lo global; del otro están quienes se sienten víctimas

¿Y por casa cómo andamos? La Argentina es una sociedad dividida en términos parecidos a los que se están perfilando en el mundo desarrolla­do. Sólo que, entre nosotros, los marginales representa­n un tercio de la población y, a diferencia de Estados Unidos o muchos países europeos, el eje de la divisoria no es abrirse o cerrarse al mundo, sino cómo poner en orden la economía. Trump y el Brexit parecen, a los ojos de algunos argentinos, fenómenos de otro mundo, pero el “antimexica­nismo” de Trump puede forzarnos a considerar­lo parte de la realidad que nos toca vivir.

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