El lado brillante de la fuerza
Para situar a Jorge Gumier Maier, María Moreno elige un escenario distinto a la ciudad. En Black Out, el artista no está en Once, donde estaban su casa de niña y sus recorridos iniciáticos, esa ruta del alcohol hecha un poco a pie y otro poco desparramada en taxis, ni tampoco en los bares que frecuentaba junto a otros bebedores. Para Moreno, Gumier está en el Tigre. En La Desabrida, la casa que alquilaron y bautizaron con ese nombre gracias a su falta de encanto. Si lo líquido es parte del relato, si de litros bebidos y sangrados se trata esta escritura del yo que bebe y deja de hacerlo, por una negociación, “porque no soporto que el placer se transforme en no sufrimiento”, era indispensable que también hubiera agua. La del río en que se baña la narradora, cuando está muy borracha, en un ritual que tiene algo de sagrado pero mucho de riesgo. Un bautismo que acarrea purificación y sacrificio (todo el tiempo está la amenaza de que se ahogue) por partes iguales. No es la lógica simplona de irse al Tigre a un retiro o rehabilitación: Gumier no es salvador de nadie. Es compañero de bebidas y eso hace que el relato sea mucho más complejo y el escenario se vuelva ambiguo. Sin embargo, entre las características que la autora resalta de este artista plástico hay un detalle iluminador: mientras ella junta maderas, Gumier se las saca de las manos y las llama “perro”, “barco”, “una señora”. Donde ella ve una silla rota, “él ve un pelícano con el pico escondido en el pecho”. “No es un artista: es un reanimador”. No por nada Gumier, dador de sentido, inventor del arte bright, ocupa ese lugar tan hermoso y brillante en esa escritura de bella oscuridad.