Tierra movida
En cierto momento uno deja de viajar y se dedica a observar cómo viajan los otros. Suele pasarme cuando camino por el barrio de Palermo, pero también al encontrarme con algún amigo que viene de afuera con su valija de anécdotas. En general estas visitas son excusas para volver a recorrer Buenos Aires y encontrar alterada la topografía. Cada vez existen menos lugares que coincidan con los de la memoria. Es decir, en la ciudad que habito, cada vez me hallo menos en el escenario del recuerdo. Más de una vez, caminando por un barrio porteño, me encuentro diciéndole a alguien: “Acá había…”. Como si la apropiación de capas arqueológicas invisibles significara algo o, mejor aún, terminara de definir mi identidad: un cazador de ruinas enterradas. Hay dos tipos de escritores: por un lado el que como un presidiario pica piedras en una isla desierta; por otro, el que igual a un arqueólogo excava para exhumar cuerpos desconocidos.
Tiendo a pensar que la generación de mis padres tuvo a sus hijos en un escenario muy parecido al que los vio nacer a ellos mismos. Mi padre a los sesenta recorría los mismos cines, cafés y heladerías que en su juventud, algo que difícilmente yo pueda hacer con mi hijo. Aunque quizás esto sea pura idealización romántica y en esta ciudad en realidad lo único duradero –y por eso característico– sean los jacarandás y los plátanos que sombrean las veredas en verano y unifican el clima porteño a través del tiempo.
Palermo, más allá de las fruslerías semánticas acuñadas por inmobiliarias y arquitectos, coquetea con una transitoria impronta neoyorquina en el porte de sus negocios, en la proliferación de delis, hamburgueserías, cervecerías y juice bars. O sería mejor decir que el tipo de impronta que en Brooklyn dejó la gentrificación, se replica en este barrio porteño, donde hacen su habitual paso, casi tanto como por San Telmo, turistas de todo el mundo. Esa impronta no termina de conformar una identidad. Paradójicamente, ese peculiar atractivo que el barrio atesora en algunas calles empedradas y casas antiguas de doble altura, en los últimos diez años ha sido arruinado por la falta de planificación, las demoliciones continuas y la construcción de edificios acartonados. Esa microciudad gentrificada, que adoptó los gestos de otra ciudad, cedió su identidad a manos de artistas de la impronta: estudios de arquitectura y tiburones inmobiliarios. Palermo no se parece a su modelo norteamericano, ni a sí misma en el pasado, salvo por los inmensos plátanos que visten calles como Arévalo, Nicaragua o El Salvador. Ahora camino por las calles de este barrio junto a un amigo mexicano. A diferencia de lo que experimento en ese otro nicho de la depredación inmobiliaria que es Puerto Madero, no tengo la impresión de que los edificios que crecen sobre casas demolidas puedan en el futuro conformar una identidad urbana. Debido a la construcción indiscriminada y falta de planificación, el barrio casi ha perdido sus habitantes típicos. Queda flotando en el aire, como el aura de la pólvora después de un disparo, una desesperación extrema: construir antes de que el barrio pase de moda o un gobierno menos venial que el actual regule la construcción. Un barrio sin moradores propios terminaría siendo un barrio fantasma si de golpe, recurriendo a una hipótesis distópica, despareciera el turismo. En ese caso, sólo quedarían los alacranes que tanta relevancia mediática tuvieron en las últimas semanas, furiosos por tanta tierra removida.