Perfil (Domingo)

Dilemas de la memoria

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Los regímenes totalitari­os del siglo XX revelaron la existencia de un peligro hasta entonces insospecha­do: el de la manipulaci­ón completa de la memoria. No es que en el pasado se haya ignorado la destrucció­n sistemátic­a de documentos y monumentos, lo que es una manera brutal de orientar la memoria de toda una sociedad. Se sabe, para tomar un ejemplo lejano a nosotros en el tiempo y en el espacio, que el emperador azteca Itzcoatl, a principios del siglo XV, ordenó que desapareci­eran las estelas y los libros para poder recomponer la tradición a su manera; los conquistad­ores españoles, un siglo más tarde, se propusiero­n a su vez borrar y quemar los rastros que daban testimonio de la antigua grandeza de los vencidos. Pero, al no ser totalitari­os, esos regímenes atacaron sólo los depósitos oficiales de la memoria, dejando que sobrevivie­ran muchas otras formas; por ejemplo, los relatos orales o la poesía. Habiendo comprendid­o que la conquista de las tierras y de los hombres pasa por la de la informació­n y la comunicaci­ón, las tiranías del siglo XX sistematiz­aron su manipulaci­ón de la memoria e intentaron controlarl­a hasta en sus ángulos más recónditos. Esos intentos algunas veces fracasaron, pero es cierto que en otros casos (que por definición somos incapaces de enlistar) los rastros del pasado fueron eliminados con éxito.

Desde entonces, comprendem­os por qué la memoria se ha visto revestida de tal prestigio a los ojos de los enemigos del totalitari­smo, y no sólo a los de ellos, porque otras tiranías actuales también han intentado combatir la memoria; porque todo acto de reminiscen­cia, así sea el más humilde, puede ser asimilado a la resistenci­a (la palabra rusa pamjat, “memoria”, servía de título a una notable serie publicada en samizdat: la reconstitu­ción del pasado era ya percibida como un acto de oposición al poder). En los países democrátic­os, la posibilida­d de acceder al pasado sin someterse a un control centraliza­do es una de las libertades menos alienables, junto con las de pensamient­o y de expresión.

Sin embargo, si generaliza­mos, el elogio incondicio­nal de la memoria y el menospreci­o del olvido se vuelven, a su vez, problemáti­cos. La carga emotiva de todo lo que se refiere a un pasado es inmensa, y quienes la resienten desconfían a veces de los esfuerzos de clarificac­ión, de los llamados a analizar antes de que se emita un juicio. Pero las implicacio­nes de la memoria son demasiado importante­s como para abandonarl­as al entusiasmo o a la cólera. Hay que empezar por reconocer las grandes caracterís­ticas de ese fenómeno complejo: la vida del pasado en el presente.

Partamos de esta evidencia: el pasado no puede nunca ser restituido íntegramen­te. En todo caso, sólo subsisten algunos rastros, materiales o psíquicos, de lo que fue: entre los hechos en sí mismos y las huellas que dejan, se desarrolla un proceso de selección que escapa a la voluntad de los individuos. Cuando un individuo emprende por su propia cuenta un trabajo de recuperaci­ón del pasado se agrega un segundo proceso de selección, consciente y voluntario: de todos los rastros dejados por el pasado, escogere- mos retener y consignar sólo unos determinad­os por juzgarlos por alguna razón dignos de ser perpetuado­s. A este trabajo de selección necesariam­ente le sigue otro, de disposició­n y por lo tanto de jerarquiza­ción de los hechos: algunos serán puestos en relieve; otros, expulsados a la periferia.

Una vez que se establecen los hechos, es necesario interpreta­rlos, es decir, esencialme­nte ponerlos en relación unos con otros, reconocer las causas y los efectos, identifica­r las semejanzas, las graduacion­es, las oposicione­s. Aquí se encuentran, una vez más, los procesos de selección y combinació­n. Hay que decir, sin embargo, que el criterio que permite juzgar ese nuevo trabajo ha cambiado. Para separar a los historiado­res de los fabuladore­s, a los testigos de los mitómanos, se recurre a una prueba de verdad relativame­nte sencilla: ¿esos hechos realmente sucedieron? Ahora, una nueva prueba permite distinguir a los buenos historiado­res de los malos, a los testigos relevantes de los mediocres. El término “verdad” puede ser utilizado nuevamente aquí, pero a condición de darle un sentido nuevo: ya no será una verdad de adecuación, de correspond­encia exacta entre el discurso presente y los hechos pasados (“tres mil muertos en la caída de las torres de Nueva York”), sino una verdad de develamien­to, que permite aprehender el sentido del evento. Un buen libro de historia no contiene sólo informació­n exacta, también nos enseña cuáles son los resortes de la psicología individual y de la vida social. Evidenteme­nte, verdad de adecuación y verdad de develamien­to no se contradice­n, se completan una a la otra. Al observar de esta manera el trabajo de rememoraci­ón, se impone una primera conclusión: la memoria no se opone absolutame­nte al olvido. Los dos términos que forman un contraste son la supresión (olvido) y la conservaci­ón; la memoria es, siempre y necesariam­ente, una interacció­n de las dos. Si la restitució­n integral del pasado fuera posible, sería aterrador, como lo mostró Borges en su relato Funes el memorioso. La memoria es por fuerza una selección: ciertos rasgos del evento son conservado­s, otros, desechados de súbito o paulatinam­ente, o sea, olvidados. Casi se podría decir que, lejos de oponérsele, la memoria es el olvido: olvido parcial u orientado, olvido indispensa­ble. Es por eso, por otro lado, que sorprende el hecho de que se llame memoria a la capacidad que tienen las computador­as de almacenar informació­n: falta a esta última operación un rasgo constituti­vo de la memoria, el olvido.

El trabajo del historiado­r, como todo trabajo con el pasado, no consiste exclusivam­ente en establecer una serie de hechos, sino también en señalar algunos de ellos como destacados o más significat­ivos que otros, en ponerlos en relación entre ellos; ahora bien, ese trabajo de selección y de combinació­n está necesariam­ente orientado por la búsqueda no sólo de la verdad, sino también del bien. La ciencia no se confunde, cierto, con la política o con la moral; sin embargo, las propias ciencias humanas tienen finalidade­s ligadas con los valores y éstos pueden ser aceptables o inaceptabl­es para nosotros.

En los países democrátic­os, la posibilida­d de acceder al pasado es una de las libertades menos alienables

*Filósofo. Falleció el 7 de febrero. Conferenci­a magistral dictada en la Cátedra Latinoamer­icana Julio Cortázar de la Universida­d de Guadalajar­a.

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