Perfil (Domingo)

Las ondas se pierden en el éter

- SELVA ALMADA

Vamos cinco en el auto: el conductor, yo, y tres más atrás. Adentro está oscuro y no sé qué hacen los de atrás, si duermen o mira cada uno por su ventanilla, el campo, el cielo lleno de estrellas… el del medio quizá tiene la cabeza recostada hacia atrás y mira por el parabrisas trasero o mira por el de adelante, por el hueco que forman la cabeza del conductor y la mía. Yo miro a veces por mi ventanilla, a veces por el parabrisas y de vez en cuando miro hacia el costado tratando de adivinar si el conductor va despierto. Sobre todo cuando pasa un rato en que ni fuma ni se mastica las uñas, cuando se queda con las manos apretadas sobre el volante. Está bien despierto. Cuando los faros de un auto que viene de frente o uno que viene de atrás iluminan el interior del coche, lo veo que está bien despierto, concentrad­o en la ruta. No hablamos. Casi no nos conocemos. Estamos los cinco en el mismo viaje porque los cinco conocemos a Mónica y Mónica está en el hospital, tuvo un accidente, tal vez no sobreviva y su marido nos puso a los cinco en un grupo de WhatsApp y nos pidió que fuéramos, que como vivimos los cinco en la misma ciudad y el conductor tiene auto podíamos ir todos juntos. Que no nos demoremos. Que no queda mucho tiempo.

Lloré cuando leí el mensaje. Un llanto breve, histérico, lleno de hipos y temblores. Siempre lloro así, una sola vez por caso. Después, eso que provocó el llanto me queda estancado en el pecho y ya no puede salir nunca más. Ni cuando pasa el tiempo y me acuerdo. De chica era igual y mi madre me decía que eso que se quedaba ahí adentro es lo que un día va a matarme. Vas a explotar, decía… aunque creo que quería decir implotar. Como el tío Oscar, que se murió dormido de un ataque masivo al corazón. Mi tía me contó que en medio de la noche lo tocó y estaba helado y, cuando prendió el velador, vio la mancha negra azulada que se extendía por todo el pecho. Un moretón sobre esa piel tan blanca que tenía, tan de gringo.

No sé si porque son hombres, pero mis compañeros de viaje no lloran. Tampoco hablan. Entre ellos tampoco se conocen. Caímos en la cuenta, por lo poco que charlamos, que habíamos estado en el casamiento de Mónica, que allí seguro nos habíamos cruzado o nos habían presentado.

En algunos tramos la radio sintoniza automática­mente una emisora y la música sale chillona, intempesti­va, y me asusta.

Adelante vemos una estación de servicio y el conductor da un volantazo y sale de la ruta sin consultarn­os. Estaciona en el playón y dice que va a comprarse un café. Todos bajamos. Ellos se van a buscar café, supongo, o cigarrillo­s o golosinas. Yo me apuro a ir al baño. Me estaba meando desde hacía rato. Me siento en el inodoro y mientras el chorro de pis cae sobre el agua leo las inscripcio­nes en la puerta. Algunas son graciosas. Una dice Mónica y Walter, adentro de un corazón. Pienso que Mónica es un nombre de mujer cuarentona como Mónica y yo. Sería raro que una chica de ahora se llamara así. Y es raro que una tipa de cuarenta escriba la puerta de un baño.

Después volvemos al auto y el conductor sigue manejando tres horas más hasta que llegamos al hospital. Justo para el horario de visita de terapia intensiva. Mónica estará despierta y nos sonreirá a los cinco. Se nota que nos ama, a ellos igual que a mí, aunque no sé quiénes son, por qué mi amiga los quiere tanto. Poco después, mientras fumamos afuera y nos alegramos, nos avisarán que Mónica murió. Y el marido va a decirnos que parecía que nos estaba esperando para irse tranquila.

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MARTA TOLEDO
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