Una muerte sin brújula
Baile en el Kremlin y otras historias
El tomo publicado propone que Baile en el Kremlin y otras histo
rias cierra la trilogía novelística de Malaparte conformada por Kaputt y La piel. Pero todo el material que le sigue forma parte de una arquitectura incompleta: las otras historias son esbozos de novelas, relatos breves u observaciones humanísticas (por darles un sentido biográfico), que permanecieron inéditas desde la muerte del escritor en 1957. Por ejemplo, Baile en el
Kremlin conoció la imprenta en italiano en 1971. Contra tal intención editorial, la lectura de esta nouve
lle sobre la aristocracia posrevolucionaria soviética resulta ser la fundación de una ética del estilo. A las referencias pictóricas sigue una teoría sobre la fotografía y la muerte, que brinda una reflexión maravillosa sobre lo efímero del poder: la fotografía nace en la industria de lo muerto. Al fin, asoman desde el fondo del oscuro palco algunos rasgos del genocida tomando nota de las futuras víctimas: Stalin. Las descripciones y los diálogos que evoca Malaparte tienen su ápice en la visita a la habitación donde se quitó la vida Maiakovski, así como la conversación con Lunacharski (“Dios es un asesino”), con el retrato vívido de su desesperación ante lo inevitable de la purga. Porque toda esa masa gozosa de los privilegios del politburó cortesano es una danza de cadáveres, eso incluye la breve perorata sobre el magnicidio de Trotski que, como agregado posterior, trata de justificar las acciones en su contra (el Partido Comunista en algo nubló los últimos años del escritor).
Pero existe un rasgo común, insularidades de una mente en proceso discursivo constante. Los puentes entre ellas son lo incom- pleto, la brevedad, los trazos sugerentes en los recursos lingüísticos que posee, y empujan de él como un deseo desaforado hacia quien escribe y es escrito por sí. El valor documental reside en tal laboratorio y es muestra de un trabajo, el literario, que nunca se detiene, pese a la muerte como obsesión, que va de Cristo a la sequedad del ser de una niña alemana prostituyéndose por hambre. En El Cristo de Baden
Baden podemos leer: “El martillo suspendido de un sol gélido y cegador” (página 343), a lo que sigue una descripción del intelectual francés del siglo XVIII, que más que enumeración resulta en una delicada combinación de efectos, claroscuros, sensaciones de una iluminación promiscua donde la propia sombra es el fantasma de una elección estética. Estas páginas deben estudiarse en los talleres literarios que tanto abundan, a modo de ejemplo, para incitar a otras lecturas o para que, por comparación, abandonen la escritura.
La noción de laboratorio es continua; tal vez a sabiendas de que estas páginas perderían la intimidad de lo provisorio, Malaparte busca en el estilo la finalidad de una estructura superior. Y ésta es temática: en toda su vida la muerte tuvo una presencia carnal. En el campo de batalla, en el exilio, en la cárcel. Una muerte sin brújula pero omnívora. Y más aún, tan inquietante también es la secuela de una guerra, esa cicatriz de desazón y humillación imborrable, que lleva a cuestionar el origen mismo del ser, su soberbia ciega por pensarse digno. La endeble memoria referencial nos lleva a pensar en Ambrose Bierce, su descarnada mirada en el sacrificio humano; en
Las descripciones y diálogos que evoca Malaparte tienen su ápice en la visita a la habitación donde se quitó la vida Maiakovski