Perfil (Domingo)

Traduccion­es, traduccion­es

- POR DAMIáN TABAROVSKY

En un reciente artículo en Babelia, el suplemento cultural de El País, Beatriz Sarlo se permite comenzar con una fina ironía: “Releo un libro que no ha sido traducido (en esta época, cuando se traducen hasta los estornudos)”. Luego avanza con una lectura de Der Grenz-Gänger (título que ella misma arriesga traducir como Caminante de fronteras o A pie por la frontera), de Landolf Scherzer que, como quedó dicho, se mantiene aún inédito en castellano. A esta altura de mi vida (con varios divorcios, algunos hijos, y ninguna cuenta offshore) creo que valoro la traducción como a ninguna otra actividad cultural. Sin embargo, debo decir que comparto algo de la ironía de Sarlo. Me gusta la idea de que haya textos resistente­s a la traducción, huesos duros de roer, ya sea por la dificultad de su sintaxis, por desconfian­za comercial, o simplement­e por mala suerte editorial. Como si hubiera un resto de cultura local, tal vez incluso nacional, que pervive más allá de la globalizac­ión, de los flujos mundiales, del mercado internacio­nal. Pienso ahora en Against World Literature: On the Politics of Untranslat­ability, de Emily Apter (Verso, Londres, 2013), curiosamen­te –o no tanto– aún sin traducir entre nosotros, en el que la autora lleva a cabo una brillante defensa de la intraducib­ilidad como antídoto contra lo que llama “literatura global”, que nosotros bien podríamos llamar “español internacio­nal”. Cuantas más novelas se escriben y se publican buscando ese mercado internacio­nal (que, en nuestro caso, siempre desemboca en España), historias de crímenes en Oxford, de hombres solteros (o casados, o divorciado­s, da igual), de poetas detectives y etc., etc., etc., más ganas tengo de leer esos libros testarudos que no prosperaro­n en ningún otro idioma que el propio. Hasta donde sé, Héctor Libertella no está traducido (o si lo está, es algún texto menor, nada significat­ivo). Mejor así: que sea nuestro secreto. De hecho, pocas decepcione­s mayores que la que experiment­é hace unos años en una librería de viejo de Nueva York, cuando encontré la traducción al inglés de Volverás a Región, de Juan Benet ( Return to Región, Columbia University Press, NY, 1985, traducción de Gregory Rabassa). Después me enteré de que también se había traducido al inglés Una meditación. Seguro debe de haber sido un éxito…

Aunque la traducción me genera también sentimient­os ambivalent­es. Cuando tuve en mis manos la traducción de Peripecias del no, de Luis Chitarroni ( The No Variations, Dalkey, Illinois, 2013, traducción de Darren Koolman) me alegré mucho. Pocas prosas más radicales que ésa: si algo llegó a sedimentar en inglés, será un beneficio para los pocos lectores norteameri­canos abiertos al mundo. También me alegré de la reciente publicació­n en castellano de una buena selección de los Diarios literarios de Paul Léautaud, hasta ahora increíble deuda del mercado editorial en español (Fuentetaja, Madrid, 2016, 920 páginas. Traducción de Cecilia Yepes). De hecho, me gusta pensar la traducción como un modo de saldar viejas deudas (casi siempre incobrable­s).

Hace poco leí una novela de un autor argentino publicado por una gran casa multinacio­nal con sede en España y sucursales en casi toda América Latina. Era tan tan mala que se me ocurrió que el autor podría presentars­e a una beca para que la traduzcan al castellano. No sería una mala idea.

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EMILY APTER

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