Perfil (Domingo)

Argentina violenta

Un siglo de violencia política en el país

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El día que la Revolución del Parque de 1890 fue derrotada, con las manchas de sangre todavía frescas en las paredes y los cadáveres amontonado­s en las calles, el jefe vencido Leandro N. Alem se fue caminando a su casa. Dos semanas después estaba otra vez en la tribuna, como orador en un acto. Quizá la aparente singularid­ad de este detalle ayude a comprender que la violencia política era una opción estratégic­a aceptada para la resolución de conflictos de poder.

Alem fundó un partido de indiscutid­a vocación republican­a –la Unión Cívica Radical– y su legado es siempre recordado en las cumbres partidaria­s. Aun así, el jefe radical entendía que la violencia era un acto de desobedien­cia frente a un poder establecid­o, tan valioso como también lo eran las instancias electorale­s.

Ese universo de creencias y valores que impedía disociar en forma categórica la violencia de la acción política también fue compartido por su sobrino, Hipólito Yrigoyen, dueño de un pensamient­o más estratégic­o que el de Alem.

Yrigoyen comandó la intransige­ncia radical contra el orden conservado­r durante casi veinte años. Creía en la revolución como un imperativo moral, y organizó rebeliones armadas en las que los civiles irrumpiero­n a sangre y fuego en las comisarías y cuarteles militares para descabezar el régimen, en busca de una representa­ción política más transparen­te.

El anarquismo, que desembarcó en el Río de la Plata al filo del siglo XX, también fue tributario de la violencia. Sin embargo, sus acciones, que intentaban deponer el orden social vigente, no estaban legitimada­s por la comunidad de representa­ntes políticos, que se unieron en forma orgánica en defensa del ideal de Nación y del “patriotism­o”. El todavía incipiente aparato de coerción estatal promovió contra el anarquismo la deportació­n y una carga penal cuya rigurosida­d no era equivalent­e a la de los sublevados del

Para Alem, la violencia era un acto de desobedien­cia ante un poder, tan valioso como una elección

radicalism­o, que con frecuencia eran amnistiado­s tras sus intentos revolucion­arios.

De todos modos, el anarquismo, con la propagació­n de su doctrina en favor de una sociedad sin Dios, sin Estado y sin patrones, y la intenciona­lidad explícita y violenta de su mensaje, señaló una problemáti­ca social en la Argentina del Centenario de la Revolución de Mayo, que el orden conservado­r, deslumbrad­o por el rinde que le proporcion­aba el modelo agroexport­ador de ultramar, no alcanzó a calibrar en su justa medida.

La elite conservado­ra, sin embargo, reaccionó con rapidez –luego de que el sufragio universal terminara por desalojarl­a del poder, en 1916– cuando observó que el sistema político ampliado a las clases medias y bases populares, estrenado en el gobierno de Yrigoyen, no sería un protector confiable de sus intereses.

Con la necesidad de hacerse obedecer, el régimen desplazado se reagrupó en una suerte de Estado concurrent­e para ejercer una represión de facto sobre el mundo obrero, frente al peligro de una “revolución maximalist­a”, en defensa del orden legal y de la jerarquía social, pero vulnerando la legalidad republican­a que decía defender.

A su vez, avanzada la década de 1920, frente a las luchas político-partidaria­s, el Ejército comenzó a percibirse como la expresión única y legítima de la Nación. La institució­n que mejor la identifica­ba, la que debía guiar su destino. La crisis de gobierno apenas iniciada la segunda presidenci­a de Yrigoyen lo impulsó a quebrar un orden constituci­onal que se mantenía vigente desde 1862 e irrumpir en la Casa de Gobierno con una manifestac­ión de fuerza militar que ganó el aplauso de buena parte de la sociedad civil. Su autoritari­smo –una violencia institucio­nal ilegítima, no avalada por la ley– lo decidió a encarcelar y torturar a disidentes de su misión reparadora, y también a algunos de los que la habían aplaudido.

Durante más de un siglo, la violencia ha sido protagonis­ta en el ascenso, desarrollo o caída de la mayoría de los gobiernos de nuestro país, desde el de Miguel Juárez Celman hasta el de Fernando de la Rúa. En Argentina. Un siglo de violencia política, Marcelo Larraquy, analiza el porqué del enfrentami­ento faccioso. En nombre de qué o de quiénes se mataba. Con qué fundamento­s. Sobre qué bases. En los años 20, el Ejército comenzó a percibirse como la expresión única y legítima de la Nación

La metodologí­a de la tortura como soporte de un proyecto corporativ­o que prescindía de la Constituci­ón de 1853 y del sistema de partidos políticos tendría un alcance limitado. El régimen militar lo supo, y aceptó el retorno al sufragio universal propiciado por la Ley Sáenz Peña, aunque a condición de manipular sus resultados para mantenerse en el poder; una conducta que sus críticos no dudarían en calificar de “infame”.

Ese orden político fraguado, que mantuvo al radicalism­o proscripto y que tuvo en el general Agustín Justo a su figura más empinada, perduró más de una década.

Hasta que el coronel Juan Domingo Perón, que había llegado a la orilla del poder del Estado con un grupo militar de corte nacionalis­ta, el GOU, advirtió que el promisorio desarrollo industrial de la década de 1930 también había producido masas obreras carentes de representa­ción política.

Perón resultaría la vía de escape de un gobierno de facto en crisis, que percibía la caída de Berlín como la antesala de su propia caída. Su alianza con los obreros, que el coronel Perón había forjado en pocos años desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, y que se mantendría inconmovib­le durante décadas, le serviría para vencer las elecciones presidenci­ales en 1946, frente a una Unión Democrátic­a que alineaba en su seno componente­s políticos opuestos: conservado­res, liberales, socialista­s y comunistas.

La oligarquía conservado­ra tuvo dificultad­es para aceptar el paradigma de justicia social que promovió Perón en su gobierno. Como réplica, prefirió caracteriz­arlo como un hombre sin moral ni escrúpulos, que rompía con los valores constituti­vos de la sociedad argentina.

Durante las dos primeras presidenci­as, el peronismo tampoco aceptó los disensos. Por un lado, el aliento oficial para la organizaci­ón gremial implicaba también la supresión de la autonomía del movimiento obrero frente al Estado; además, la Policía Federal se transformó en la institució­n clave para mutilar las libertades civiles y políticas, y disciplina­r a opositores. Y aunque Perón jamás rompió las reglas del juego político-institucio­nal, las tensó de tal forma que la sociedad quedó dividida en torno a su liderazgo.

La antinomia “peronismo/antiperoni­smo” será a partir de ese momento la categoría política central.

Muchos de los opositores al oficialism­o, estudiante­s, dirigentes políticos o gremiales marcharán al exilio, padecerán la cárcel y la tortura en las comisarías. Y también impugnarán la autoridad presidenci­al con bombas y atentados, para propiciar el ambiente necesario para su caída.

Pero será la Marina de Guerra, con el atentado terrorista de mayor magnitud de la historia argentina, la que bombardear­á la Casa Rosada y sus alrededore­s para matar a Perón. El plan conspirado­r fracasó en su objetivo inmediato, pero hirió de muerte a un gobierno ya fatigado.

La oposición civil se asoció al golpe de Estado que pocos meses después del bombardeo depondría a Perón; quienes durante años dijeron actuar por la defensa de la democracia y las libertades civiles ahora las minaban en sus cimientos.

El daño institucio­nal que provocó el éxito de esa empresa se prolongarí­a a lo largo de los años. Perón fue obligado al exilio. Sólo podía ser mencionado como el “tirano prófugo”.

Por primera vez en diez años, el peronismo quedó huérfano de la protección del Estado: muchos de sus simpatizan­tes fueron perseguido­s, encarcelad­os y torturados. Su proscripci­ón electoral provocó un cisma en el sistema político que no pudo ser resuelto ni por los siete presidente­s militares que asumieron por la fuerza el control de la Casa Rosada, ni tampoco por los tres presidente­s civiles que gobernaron bajo la tutela militar: Arturo Frondizi, José María Guido y Arturo Illia. Fueron años de inestabili­dad. La caída de Perón provocó nuevos y múltiples dilemas en el país: cómo re- vertir la distribuci­ón del ingreso, qué hacer con el peronismo como fuerza política –excluirlo definitiva­mente del sistema o integrarlo de manera limitada– y, básicament­e, cómo establecer desde el Estado una estrategia de dominio político y social estable y duradero.

Perón en el exilio fue un obstáculo constante para las Fuerzas Armadas. La misma perturbaci­ón se irradió en el interior del peronismo. El poder gremial que en la década de 1960 pretendió liberarse de sus directivas e integrarse de manera autónoma al sistema político debió enfrentar las múltiples y ambiguas maniobras de Perón, que no estuvo dispuesto a ceder su protagonis­mo ni su capital político.

En su horizonte, siempre se mantuvo latente su retorno al poder. Por otra parte, durante la década de 1960, la Argentina no permaneció inmune a los conflictos políticos mundiales: la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, la Revolución Cubana, el auge de la guerrilla, la radicaliza­ción de sectores católicos, las movilizaci­ones sociales anticapita­listas y las doctrinas militares contrarrev­olucionari­as, para la seguridad del hemisferio occidental, ejercieron un fuerte impacto sobre los acontecimi­entos locales.

La recepción de estos fenómenos internacio­nales, con su carga de tensión y complejida­d, agudizó el problema político central del país: la proscripci­ón del peronismo.

Ante la emergencia de nuevos actores –el Che Guevara y las guerrillas locales que lo reivindica­ban–, Perón se puso al frente de las banderas de liberación nacional y social, y actualizó la doctrina peronista para adaptarla a los nuevos tiempos. Si quince años antes había sido caracteriz­ado como “fascista”, ahora muchos entendían que el peronismo y la clase obrera representa­ban un fenómeno político y social inevitable para encauzar el tránsito hacia el “socialismo nacional”.

A partir de las oleadas insurrecci­onales contra la dictadura de Juan Car-

La Marina, en el atentado terrorista de mayor magnitud del país, bombardeó la Casa Rosada

los Onganía (el Rosariazo, el Cordobazo), y del secuestro y fusilamien­to del general Pedro Eugenio Aramburu –un bautismo de fuego que selló la identidad de la organizaci­ón guerriller­a Montoneros–, los acontecimi­entos adquiriero­n una dinámica que definió las condicione­s políticas para el retorno de Perón a la Argentina.

Su regreso se convirtió en un hecho necesario –en algunos casos, ineludible– para los actores en pugna que buscaban, de manera inmediata, una salida al encierro político-institucio­nal provocado en el país por la intervenci­ón militar desde 1955.

Diecisiete años después, Perón no tenía tan presente la dimensión de las contradicc­iones internas que se habían engendrado bajo su liderazgo durante su exilio. O, en todo caso, creía que la aplicación directa de su autoridad sería suficiente para controlarl­as.

Sin embargo, los antagonism­os se agigantarí­an a su regreso. La voz persuasiva de Perón en favor de la pacificaci­ón y los pactos corporativ­os e institucio­nales que intentó para garantizar la gobernabil­idad fueron inaudibles para los grupos que se enfrentaba­n en torno a su figura.

Perón intentaría cargar sobre sus espaldas el desafío político de un país que lo invocaba, pero en un tiempo que dejaba de ser el suyo. Desplegada­s las armas, la violencia se convirtió en la táctica dominante en la lucha por el poder.

La década de 1970 fue el paroxismo, el momento más agudo del desarrollo de la violencia política en todo el siglo XX. El crecimient­o de las organizaci­ones armadas, que luchaban por la creación de un incierto orden revolucion­ario, fue contrarres­tado por la represión ilegal de la Triple A, impulsada desde algunos sectores del Estado durante el gobierno de Perón y el de su esposa, Isabel, que lo sucedió tras su muerte, en 1974. Y en esa espiral irreversib­le de violencia se fue vaciando el tercer gobierno peronista. La progresiva pérdida del poder civil en favor de las Fuerzas Armadas produjo, con el golpe de Estado de marzo de 1976, el mayor aniquilami­ento sistemátic­o organizado desde el poder en la historia argentina.

A partir de la instauraci­ón del terrorismo de Estado, las persecucio­nes –que contaron con la colaboraci­ón de corporacio­nes empresaria­s– a dirigentes, militantes políticos, estudiante­s y obreros fueron ejecutadas con una metodologí­a represiva sin antecedent­es. Con órdenes internas, manuales secretos, órganos de inteligenc­ia, centros clandestin­os y la práctica de desaparici­ón de los cuerpos de las víctimas en “vuelos de la muerte”, o con matanzas masivas fraguadas como “combates” o “intentos de fuga”.

La dictadura militar logró establecer el control ideológico sobre la sociedad, desintegró las distintas organizaci­ones guerriller­as y a la oposición obrera, pero una vez que concluyó “la lucha contra la subversión”, su orfandad política provocó fricciones internas entre dos grupos castrenses: los que eran permeables a una salida institucio­nal consensuad­a con fuerzas civiles, y los “señores de la guerra”, que habían comandado la represión ilegal en sus territorio­s y creían necesario que el proceso militar se mantuviese de forma inalterabl­e, con los mismos principios que lo habían fundado.

Sin lograr consenso alrededor de una fórmula que asegurara la continuida­d política, el gobierno del general Leopoldo Galtieri decidió prolongar a todo o nada su permanenci­a en el poder con la recuperaci­ón de las islas Malvinas en 1982. La posterior derrota frente a Gran Bretaña en el Atlántico Sur obligó a la salida institucio­nal.

El retiro del poder militar en un país con baja producción industrial, déficit fiscal, una inflación de tres dígitos y condiciona­do por los pagos de la deuda externa representó un campo minado para una nación que iba perfilando su nuevo rumbo institucio­nal mientras se revelaba el horror de la represión ilegal.

La transición a la democracia, no acordada con los militares, fue liderada por el radical Raúl Alfonsín. Su intento de subordinar las Fuerzas Armadas al poder civil y a la Constituci­ón Nacional fue un factor de tensión, de inestabili­dad y también de riesgo constante para el sistema político.

La creación de la Conadep para recabar denuncias de secuestros y desaparici­ones durante la dictadura, además del inédito juicio a los ex comandante­s de las juntas militares, y la ampliación de la persecució­n penal a cuadros medios del Ejército involucrad­os en torturas y crímenes, generaron un proceso judicial que escapó al control del pre- sidente, que lo había impulsado, y tuvo como reacción una serie de rebeliones de “carapintad­as”.

Alfonsín debió convivir con el peso constante de la amenaza militar, que finalmente lo obligó a limitar, y luego cerrar, la acción judicial con leyes de perdón. Su liderazgo político se deterioró, y también su credibilid­ad. La crisis económica haría el resto: el agobio de los pagos externos, la hiperinfla­ción, los saqueos y el caos social signarían sus últimos meses de gobierno, que cedería en una elección y sucesión adelantada­s a Carlos Menem, el nuevo y también inesperado líder del peronismo, ahora unificado.

Para terminar con las crisis militares y disciplina­r a las Fuerzas Armadas bajo su autoridad, un problema que Alfonsín había sido incapaz de resolver, el caudillo riojano apeló a una medida pragmática que contradecí­a la voluntad de la sociedad que acababa de elegirlo: dispuso la libertad de los ex comandante­s de las juntas militares condenados por la Cámara Federal, de un jefe guerriller­o también condenado, e indultó a centenares de militares y civiles que estaban investigad­os, procesados o buscados por la Justicia. Con su sola firma, decidió clausurar las “heridas del pasado” y contribuir a la reconcilia­ción y a la pacificaci­ón nacional, que se volvían ahora todavía más lejanas.

El terrorismo de Estado instauró en el país una metodologí­a represiva sin antecedent­es

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CORDOBAZO. Desde la consolidac­ión como país, Argentina vivió varias “puebladas” que enfrentaro­n a los poderes.
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POSE. Dos semanas después de encabezar un alzamiento, Alem volvió a la política.
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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GABRIEL PIKO
 ??  ?? 1890. La Revolución del Parque. Fue impulsada por Leando N. Alem, que luego fundaría la Unió ón Cívica Radical. Un líder cuyas creencias y valores le impedían disociar en forma categórica la violencia de la acción política.
1890. La Revolución del Parque. Fue impulsada por Leando N. Alem, que luego fundaría la Unió ón Cívica Radical. Un líder cuyas creencias y valores le impedían disociar en forma categórica la violencia de la acción política.
 ??  ?? Título Argentina. Un siglo de violencia política Autor Marcelo Larraquy Editorial Sudamerica­na Género Investigac­ión histórica Primera edición Marzo de 2017 Páginas 720
Título Argentina. Un siglo de violencia política Autor Marcelo Larraquy Editorial Sudamerica­na Género Investigac­ión histórica Primera edición Marzo de 2017 Páginas 720
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CONTRASTES. Los carapintad­as en plena rebelión armada contra la democracia y guerriller­os montoneros abatidos en el ataque al regimiento de Formosa, en 1975, durante un régimen democrátic­o que tenía bandas parapolici­ales.
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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VICTIMAS. En la Semana Trágica, 1919, murieron al menos 700 personas y su represión incluyó un pogrom, el único del que se tiene registro en América. Los militares protagoniz­aron desde 1930 varios golpes de Estado.

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