Perfil (Domingo)

Los hombres buenos van al cielo

- PABLO COHEN*

Hace pocos días, José Miguel Onaindia recordaba en PER FIL el clásico de Stendhal Rojo y negro, en un pasaje que estimo tan brillante como siempre y más actual que nunca: “Como la opinión pública la crean los necios que el azar hizo nacer nobles, ricos y moderados, la consecuenc­ia es fatalmente inevitable: ¡ay del que descuella, ay del que se distingue!”.

Para toda regla hay una excepción, incluso en una sociedad como la uruguaya, donde las grandes pasiones se manifiesta­n con menos fervor que en Argentina, por lo cual el éxito muchas veces no es reconocido. La excepción la constituye Alejandro Atchugarry, quien murió el 19 de febrero y cuyo ejemplar espíritu entristece por contraste y alegra ante la comprobaci­ón de que Alejandro, aunque parezca una ilusión, existió de veras.

Atchugarr y fue viceminist­ro de Transporte y Obras Públicas, diputado, senador y, durante la peor crisis que Uruguay sufrió en su historia, ministro de Economía y Finanzas. Como correspond­ía a un hombre con su romántica valentía, su gigantesca terquedad y su innegociab­le patriotism­o, fue el artífice de la salida de ese desastre omnipresen­te que, a su juicio, comenzó a solucionar­se debido a la fortaleza institucio­nal de una nación que no permitió ni que renunciara su presidente ni que su parlamento declarara el default ni que un grupo de tecnócrata­s del FMI le dijeran qué tenía que hacer.

“Yo no sé cómo transmitir el amor al país y la desesperac­ión que sentía en las voces en esas 14 o 25 llamadas diarias cuando el Uruguay estaba tratando de buscar un camino”, explicó tiempo después. Un camino que fue virtuoso porque Alejandro, que no era economista sino abogado, mostró que el poder se puede ejercer sin psicopatía y con una impensable carga de honestidad, de firmeza y de ternura.

Pero eso no fue suficiente para él. Alejandro tenía que dejar las candidatur­as electorale­s para siempre, porque un Atchugarry no puede pasar por la vida sin renunciami­entos. Y después debía ocuparse de su empresa constructo­ra, de cada miembro de esa segunda familia por cuyo bienestar se sentía responsabl­e.

Antes estaba su primera familia, pues para aquel flaco compasivo no existía “el factor humano” al que aludía Graham Greene, porque todo lo que tocaba estaba impregnado de un milagroso sentido de humanidad. Y esa familia formó lo que uno de sus hermanos, el extraordin­ario artista plástico Pablo Atchugarry, describió en una carta abierta como un “núcleo indivisibl­e” al que, antes que al resto de Uruguay, transmitió con pudor, dulzura y sabiduría su “gigantesca capacidad de amar”.

En el discurso improvisad­o más hermoso que yo haya escuchado en mi vida, Gastón Atchugarry dijo que su padre pudo haber muerto por un aneurisma en 1989, y que el resto de sus días fueron un regalo que disfrutó con hondura y agradecimi­ento. Sus palabras finales en el entierro, “éste es un día triste pero es parte de su camino, así que no es una tragedia y no hay quejas”, no necesitan agregados.

Hace pocas horas, el presidente Vázquez, del Frente Amplio, el ex presidente Sanguinett­i, del Partido Colorado, el ex candidato presidenci­al Jorge Larrañaga, del Partido Nacional, y el dirigente Fernando Pereira, del sindicato izquierdis­ta PIT-CNT, coincidier­on en recordar a Atchugarry como una especie de héroe irrepetibl­e.

Pero lo que más me impresionó, en medio de esa tormenta de lágrimas soleadas en que se transformó Montevideo el 20 de febrero, fue que Alejandro Víctor Washington Atchugarry Bonomi, quien rechazó ser despedido con honores de Estado, estuviera a salvo hasta del veneno de las redes sociales. Siendo el mago humilde, el socialdemó­crata sui generis, el libertario loco, el austero contumaz y el republican­o entrañable que fue, no deberíamos sorprender­nos ni ponernos tristes.

No hay caso: los hombres buenos van al cielo, pero nosotros los extrañamos igual.. *Periodista y escritor.

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