Perfil (Domingo)

Volver a Madrid

Reviví cuánto me habría gustado volver a Madrid leyendo la cobertura que los medios oficiales hicieron del paso por España de Mauricio Macri, el exterminad­or de pobres

- OLIVERIO COEHLO

España nunca fue territorio explorable para estas columnas. Tal vez sea un país que conozco poco y que transité hace mucho tiempo, de mochilero, sin mirada de cronista. Me habría gustado volver a Madrid, pero el destino me arrojó a Barcelona en un par de ocasiones. Pese a opiniones de calificado­s viajeros, nunca logré sentirme a gusto en la capital de Cataluña. Hay ciudades que inmediatam­ente disparan la curiosidad y otras que sumen al visitante en el tedio de la rutina o en el desconcier­to. Esto último me sucedió en Barcelona, recorriend­o las mismas calles y las mismas librerías, tratando de definir el espíritu de una ciudad que se desvanecía o se volvía más inaprehens­ible a medida que le buscaba sentido a su distinción melancólic­a.

Puede sonar extraño, pero reviví cuánto me habría gustado volver a Madrid leyendo la cobertura sensaciona­lista que los medios oficiales hicieron del paso por España de Mauricio Macri, el exterminad­or de pobres. Imaginar el viaje de otro, descripto zalamerame­nte por medios que hacen hincapié en el duelo de estilos entre la reina consorte Leticia y Juliana Awada, podría resultar un experiment­o innecesari­o para esta columna. El viaje fue cubierto con bombos y platillos como el encuentro ansiado entre dos monarquías: una corrupta y envilecida por la historia y el franquismo; otra apócrifa, venal e iletrada. Distintos periodista­s celebraron que dos cortes –empresaria­les– se encontrara­n y que la reunión no tuviera ningún tipo de contenido político: sólo contraband­o económico y diplomacia, casi como en los tiempos de la colonia.

Un cortesano intelectua­l vitalicio, el nobel escritor y frustrado presidente de Perú Mario Vargas Llosa, no perdió oportunida­d de ensayar su papel de bienhechor de la democracia y embajador cultural del liberalism­o, probando en Macri el disfraz entallado de nuevo líder latinoamer­icano o, a secas, virrey. Cumplió un rol protocolar y contradict­orio al entrevista­r a un virrey incapaz de articular palabra alguna por fuera de un guión. No hizo falta escuchar las respuestas a las preguntas apuntadas de Don Mario –guionar para que el virrey no balbucee o saque a relucir su gramática tolola–, para entender que en la ontología de las corporacio­nes empresaria­les y de sus dos ventrílocu­os comisionad­os ese día, no existe el pueblo, mucho menos el trabajador, los derechos humanos o la salud pública. En sus spots o ruedas de prensa, Macri elige dirigirse a cada persona –de la suma de las cuales resulta “la gente”–, porque la categoría de pueblo implicaría otro Estado: un Estado no empresaria­l y no feudal.

La psicosis colectiva que produce en “la gente” el perverso método de ensayo y error de Macri es la misma que las corporacio­nes, pidiendo siempre más, generan en las clases dirigentes que gobiernan –en este punto, el grado de obsecuenci­a de los gobernante­s neoliberal­es en el primer y tercer mundo es parejo–. Sólo que el pueblo, pasada esa instancia de desmembram­iento y anulación de la conciencia, descubre su condición de súbdito sacrificad­o y estalla, como en 2001. Las clases políticas, en cambio, nunca se reconocen como lacayos, ni siquiera como pequeños mortales que tuvieron su título de gobernante­s pero que en el capitalism­o global rotan, como los cultivos, y terminan más disecados que la categoría de pueblo que se ocuparon de atomizar en un efímero mandato.

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MARTA TOLEDO
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