Volver a Madrid
Reviví cuánto me habría gustado volver a Madrid leyendo la cobertura que los medios oficiales hicieron del paso por España de Mauricio Macri, el exterminador de pobres
España nunca fue territorio explorable para estas columnas. Tal vez sea un país que conozco poco y que transité hace mucho tiempo, de mochilero, sin mirada de cronista. Me habría gustado volver a Madrid, pero el destino me arrojó a Barcelona en un par de ocasiones. Pese a opiniones de calificados viajeros, nunca logré sentirme a gusto en la capital de Cataluña. Hay ciudades que inmediatamente disparan la curiosidad y otras que sumen al visitante en el tedio de la rutina o en el desconcierto. Esto último me sucedió en Barcelona, recorriendo las mismas calles y las mismas librerías, tratando de definir el espíritu de una ciudad que se desvanecía o se volvía más inaprehensible a medida que le buscaba sentido a su distinción melancólica.
Puede sonar extraño, pero reviví cuánto me habría gustado volver a Madrid leyendo la cobertura sensacionalista que los medios oficiales hicieron del paso por España de Mauricio Macri, el exterminador de pobres. Imaginar el viaje de otro, descripto zalameramente por medios que hacen hincapié en el duelo de estilos entre la reina consorte Leticia y Juliana Awada, podría resultar un experimento innecesario para esta columna. El viaje fue cubierto con bombos y platillos como el encuentro ansiado entre dos monarquías: una corrupta y envilecida por la historia y el franquismo; otra apócrifa, venal e iletrada. Distintos periodistas celebraron que dos cortes –empresariales– se encontraran y que la reunión no tuviera ningún tipo de contenido político: sólo contrabando económico y diplomacia, casi como en los tiempos de la colonia.
Un cortesano intelectual vitalicio, el nobel escritor y frustrado presidente de Perú Mario Vargas Llosa, no perdió oportunidad de ensayar su papel de bienhechor de la democracia y embajador cultural del liberalismo, probando en Macri el disfraz entallado de nuevo líder latinoamericano o, a secas, virrey. Cumplió un rol protocolar y contradictorio al entrevistar a un virrey incapaz de articular palabra alguna por fuera de un guión. No hizo falta escuchar las respuestas a las preguntas apuntadas de Don Mario –guionar para que el virrey no balbucee o saque a relucir su gramática tolola–, para entender que en la ontología de las corporaciones empresariales y de sus dos ventrílocuos comisionados ese día, no existe el pueblo, mucho menos el trabajador, los derechos humanos o la salud pública. En sus spots o ruedas de prensa, Macri elige dirigirse a cada persona –de la suma de las cuales resulta “la gente”–, porque la categoría de pueblo implicaría otro Estado: un Estado no empresarial y no feudal.
La psicosis colectiva que produce en “la gente” el perverso método de ensayo y error de Macri es la misma que las corporaciones, pidiendo siempre más, generan en las clases dirigentes que gobiernan –en este punto, el grado de obsecuencia de los gobernantes neoliberales en el primer y tercer mundo es parejo–. Sólo que el pueblo, pasada esa instancia de desmembramiento y anulación de la conciencia, descubre su condición de súbdito sacrificado y estalla, como en 2001. Las clases políticas, en cambio, nunca se reconocen como lacayos, ni siquiera como pequeños mortales que tuvieron su título de gobernantes pero que en el capitalismo global rotan, como los cultivos, y terminan más disecados que la categoría de pueblo que se ocuparon de atomizar en un efímero mandato.