Hoy: ‘Tres mujeres’, de Robert Musil
Tres mujeres (1924), de Robert Musil, son tres relatos que cuentan las historias de tres mujeres infieles: Grigia, la Portuguesa y Tonka. Si bien estas mujeres pueden distinguirse entre sí por sus diversos niveles de sagacidad (don de inteligencia animal que por costumbre se asocia a la palabra zorra), el tono masculinista de las historias parecen manar de una misma fuente que la época –esta época– podría describir como misógina. Hay, de hecho, una escena de “igualdad” que parece dedicada con notable mala fe al feminismo del futuro respecto del momento en que los cuentos fueron escritos. En esa escena, Grigia –protagonista del primer cuento– debe acarrear peso en una excavación de geólogos, agitándose de este modo un punto de vista feminófobo que quiebra una costumbre más o menos duradera en la historia de la división del trabajo: la de concederles a las mujeres el beneficio de desentenderse del esfuerzo físico más intenso. A cambio, le da al hombre la posibilidad de entender la igualdad entre géneros en términos de tortura corporal, como si el derecho se dirimiera mediante un concurso unisex de pesistas.
Pero bajo la su- perficie de la sumisión en la que parecen flotar las mujeres de Musil, existe un magma en plena actividad que se desliza hacia arriba. Es el tedio de la monogamia matrimonial, eso que Héctor Aguer, el sexópata number one de la Argentina especializado en petting, describe casi un siglo más tarde como “edificio” en vías de derrumbe. De modo que hay algo moderno en los problemas de las tres mujeres de Musil. En primer lugar porque el matrimonio, por no decir la inestabilidad emocional que sacude los pactos de parejas, son un problema de origen femenino. Pero también porque Musil le tributa al modernismo la idea de que la literatura también es un problema sin solución en relación con sus aspiraciones de verdad y totalidad narrativa. En las zonas más oscuras y profundas de estos cuentos, Musil se enfrenta al drama de la representación moderna, identificado por la insuficiencia del lenguaje como agente de revelación, ante el cual sólo cabe el beneficio artístico de la duda.
El comienzo de Tonka, último relato del libro, intenta contar menos una historia que la situación desesperante de cualquier narrador frente al objeto vibrátil que atrae su lenguaje: “Junto a una valla. Un pájaro cantaba. El sol ya se había escondido allá detrás de los arbustos. El pájaro callaba. Era casi de noche. Las jóvenes se acercaban cantando a través de los cam- pos. ¡Qué detalles! ¿Es meticulosidad cuando estos detalles persiguen a una persona?”. Dos párrafos más abajo, para que no se disipe la idea de que la literatura es el producto de una angustia formal, agrega a modo de “refrigerante” la operación de autoengaño que hace posible el acto de escribir: “¿Pero había sido siempre así? No, se lo había compuesto todo más tarde. Esto era el cuento; ya no sabía distinguirlo de la realidad”. Luego, la historia se diluye en anécdotas mucho menos importantes que el arte que la ilumina.