Un mundo feliz
Como Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra, Florencio Molina Campos pinta un campo que, en los años 20 del siglo pasado, había dejado de existir. El proceso de modernización había transformado a esas vastas extensiones de horizonte bajo e inmenso en chacras, las unidades económicas, les había pasado el tendido eléctrico y el tren estaba reemplazando a la carreta. Pinta de memoria algo que no puede ver. Un mundo feliz, sin conflicto. Sin malones ni ejércitos. Sin incendios ni persecuciones. Tampoco es el gesto de los escritores que “se fueron a la estancia”, cuando la vida en la ciudad se volvió imposible, como una Babel del Cono Sur. Molina Campos no se refugia en el campo: lo inventa nuevamente. Al decir de Luis F. Benedit, pintor y además gran estudioso de su obra, Molina Campos responde a lo que es “la gran pregunta permanente: qué hubiera pasado si no hubiera venido la inmigración que vino y se hubiera seguido con lo de antes. Un mundo anterior a la inmigración con su ética, su épica que se borra con el proyecto de país europeo. En Molina Campos hay una concepción en este sentido, aunque no es xenófoba. La diferencia con Martín Fierro es que este texto es despreciativo con los inmigrantes. Tampoco es que en Molina vas a ver a ningún inmigrante en una tarea “noble”, como enlazar, pialar o marcar ganado. Los que están en sus láminas son los habitantes naturales de la campaña: el vendedor de baratijas, el pulpero o el fotógrafo como en ¡Mirá lo pacarito, nena! Y así como están, entran en su mundo feliz.