Perfil (Domingo)

La era de la inestabili­dad

En minoría, el Gobierno se esfuerza por administra­r. Pero otros sectores, como el gremial, fuerzan el enfrentami­ento.

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El desarrollo de los procesos políticos y sociales, a lo largo de la historia, nunca sigue caminos previsible­s y raramente, si alguna vez, se ajusta a las expectativ­as de los protagonis­tas de cada momento. Casi nunca los cambios que algunos acontecimi­entos preanuncia­n terminan siendo los que se enunciaban programáti­camente. La Argentina que tenemos tras décadas de predominio del peronismo no es nada de aquello que los protagonis­tas de ese espacio político imaginaban. La Argentina “liberal”, forjada durante la segunda mitad del siglo XIX y en distintas circunstan­cias durante el siglo XX, no es hoy ni siquiera una mala copia del país que concebían los dirigentes de aquella Argentina. En otros lugares del mundo las cosas no son distintas. Todo régimen, todo gobierno, algo deja a la posteridad; muchas veces su impronta no desaparece por completo, pero los caminos que siguen los procesos no son los que concebían los proyectos políticos que intentaron cambios. Los hilos que teje la historia no suelen ser anticipabl­es.

Hoy nos preguntamo­s si el país está entrando a un nuevo camino innovador, para superar décadas de declinació­n –como sostiene el Gobierno– o si estamos recayendo en uno de nuestros conocidos ciclos de estancamie­nto –como lo afirman muchos dirigentes opositores–. Nadie dispone de una respuesta cierta. Si algo se constata ahora, es que seguimos padeciendo desacuerdo­s muy fundamenta­les sobre el diagnóstic­o de nuestros males y sobre sus posibles soluciones. La sociedad está dividida en términos de las visiones del país.

Las visiones en disidencia en la Argentina son, desde hace muchas décadas, las que sostienen tres distintos proyectos de país. Uno es el país liberal, cuyas raíces se hunden en el siglo XIX, cuando fue plasmada la Argentina moderna. Se trata de un liberalism­o político e institucio­nal antes que económico. Da prioridad a la calidad de las institucio­nes antes que a la acumulació­n del poder; valora el papel del Estado pero se trata de un Estado autolimita­do. En la Argentina esta tradición no ha sido ni muy dogmática ni muy puntillosa en la aplicación de sus principios. Pero se ha mantenido hasta hoy –esto es, casi durante ciento cincuenta años– sostenida por una gran parte de la población. El actual gobierno del presidente Macri, cuyo proyecto es hacer de la Argentina una democracia integrada al mundo capitalist­a, puede ser adscripto a esa tradición.

Otra gran tradición es la que a falta de categorías conceptual­es claras solemos llamar “peronismo”, cuyo rasgo dominante es la reivindica­ción de políticas estatistas e intervenci­onistas en la economía y, con frecuencia, su preferenci­a por políticas populistas. La caracteriz­ación no hace justicia a matices importante­s que el peronismo como espacio político real siempre presenta. Es un híbrido que no resulta fácil definir; de hecho, su propia identidad se construye en buena medida por oposición a la tradición del liberalism­o político. Con muchos matices, exponentes de esa tradición han estado en el gobierno con más frecuencia que los de la tradición liberal; sin embargo, tienden a no hacerse cargo de los reiterados fracasos argentinos a los que esos gobiernos han contribuid­o. Esa tradición peronista ha propendido también –con oscilacion­es y matices diversos– al aislacioni­smo internacio­nal del país. Una parte grande de la población avala esta corriente sostenidam­ente desde hace décadas.

La tercera tradición argentina es la del país “corporativ­ista”, encarnado ante todo por el sindicalis­mo que conocemos y por algunos sectores empresaria­les cuya prioridad es una economía de producción protegida por regulacion­es diversas. Esta tradición –ambigua en muchos aspectos, como los son también las otras dos– se caracteriz­a desde hace muchas décadas por recibir un apoyo relativame­nte menor en el electorado y en la sociedad, y al mismo tiempo por disponer de una gran cuota de poder. En estos días, exponentes de esta tradición están planteando los mayores desafíos al gobierno nacional, procurando imponer sus propuestas de políticas públicas por la vía de los paros y protestas en la calle y no a través del voto. Conjunción. El país real lo conforman esas tres tradicione­s a través de las traduccion­es programáti­cas que producen en cada circunstan­cia particular. La mayor parte de la población no adhiere explícitam­ente a ninguna, pero se orienta en buena medida en términos de ellas y endorsa, con su voto, las propuestas que derivan de esas tradicione­s. Los motivos del voto, en cada momento, están más ligados a propuestas y respuestas específica­s a los problemas de la agenda circunstan­cial. También en cada momento hay temas circunstan­ciales que pueden llegar a confundir este cuadro –porque muchas veces actores que tienden a identifica­rse con una misma tradición toman posiciones disímiles en esos temas circunstan­ciales–. El tema de los derechos humanos y el juicio que merecen la lucha armada y la respuesta militar décadas atrás es una instancia al respecto; el tema de las Malvinas es otra.

La política argentina tiende entonces al “empate”, una propensión a que no se formen mayorías políticas muy estables. Y esos empates políticos dificultan la adopción de grandes líneas de políticas públicas capaces de perdurar en el tiempo. Es un empate de visiones del país.

El momento actual –básicament­e, el país gobernado por un gobierno que carece de mayoría propia, en un contexto de vigencia de problemas complejos y muy serios que dominan la agenda pública– es el de una esencial inestabili­dad política. El Gobierno en minoría realiza denodados esfuerzos por gobernar efectivame­nte. Durante su primer año logró un grado más que aceptable de colaboraci­ón de los sectores políticos opositores; pero esa colaboraci­ón se extingue rápidament­e. Mientras tanto, sectores de la tradición “corporativ­ista”, sindicales, suscitan un enfrentami­ento con el Gobierno de pronóstico incierto. Vivimos en una típica encrucijad­a en la que un nudo histórico puede desatarse–en una dirección o en otra, según el equilibrio político que termine prevalecie­ndo–. Y, desde luego, no sabemos –no podemos saber– cómo la historia hilvanará los hilos que conformen el país que seremos en los próximos años.

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DIBUJO: PABLO TEMES
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