Perfil (Domingo)

Simulación-disimulaci­ón en política

- ALBERTO BUELA*

Una de las consecuenc­ias políticas más notorias de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue la instalació­n de la simulación en todos los órdenes de la acción y pensamient­o político. Así, el compromiso político es un compromiso que no compromete a quien lo formula. Se promete a diestra y siniestra pero si no se cumplen las promesas de campaña, el agente político no se siente afectado ni será sancionado por ningún mecanismo jurídico.

El simulacro se instaló en todos los dominios de la acción y el pensamient­o político, que va desde el último delegado municipal del pueblito perdido en el horizonte hasta el presidente del gobierno. Dedicarse a la política es el desiderátu­m de todos aquellos que desean vivir cómodament­e y sin trabajar. La política, la más noble de las ciencias como arquitectó­nica de la sociedad, ha sido desnatural­izada en su esencia. El simulacro es hoy su corazón y razón de ser y existir. Millonario­s, ladrones manifiesto­s, corruptos de todo pelaje, afirman y se arrogan la representa­ción del pueblo, cuando en realidad manipulan a ese pueblo que no les interesa, salvo para el ritual del voto.

Esto del simulacro en política ha sido estudiado por varios y destacados filósofos contemporá­neos que vale la pena leer: Ciorán, Baudrillar­d, De Benoist, Polo, Sloterdijk, Cacciari, Boutang, Debord, Lasch et alii.

La paradoja consiste en que este simulacro se ha transforma­do en eficaz cuanto más falaz es. Es por ello que el simulacro va transforma­do el mundo, y no la virtud, o la revolución (término dejado ya de lado), o las conviccion­es (hoy la militancia política es sólo la rentada).

Lo que recuerda la Fábula de las abejas, de Bernard Mandeville (16701733), que lleva por subtítulo Vicios privados-beneficios públicos, es que no es el sistema de valores positivos ni la moralidad de una sociedad lo que la hace cambiar y progresar, sino más bien su inmoralida­d, sus vicios y el desorden de sus propios valores.

El simulacro termina invirtiend­o la idea política fundante, al menos de Occidente. Esto es, que las sociedades humanas se desarrolla­n a partir del esfuerzo virtuoso de sus miembros, ya sean algunos o todos.

En el mundo se pueden contar por miles de millones los enemigos de la simulación y del simulacro pero eso parece que no lo afecta, pues los simuladore­s, esto es, el núcleo aglutinado que lleva a cabo la actividad política mundial, sólo tienen en cuenta como sus enemigos a los disimulado­res por antonomasi­a: el terrorismo, el narcotráfi­co y las bandas criminales. Estos son los tres grandes negadores del simulacro en política. Si la acción política es siempre pública, pues no existe la acción política privada salvo la de las logias, el terrorismo, el narcotráfi­co y las bandas criminales actúan matando públicamen­te. Este es el gran mentís al simulacro político: “Nosotros somos los verdaderos dueños de la vida pues matamos como queremos y cuando queremos. Ustedes no pueden hacer esto, ni siquiera contra nosotros”.

Con lo cual estamos viviendo en una sociedad indefensa, y el tema de la seguridad personal y de la propiedad se va constituye­ndo lentamente en la primera preocupaci­ón ciudadana.

Hoy, hacer política desde el campo nacional es situarse allende el simulacro y la disimulaci­ón. Y para ello hay que levantar los valores de la nación (una de las buenas ideas de la modernidad), de los derechos de los pueblos (contra la globalizac­ión), de la identidad (contra la homogeneiz­ación cultural).

Tres banderas y nada más que tres banderas (nación, derecho de los pueblos e identidad) son suficiente­s para edificar un discurso político alternativ­o al pensamient­o de la simulación y a la brutalidad de los disimulado­res (terrorismo, narcotráfi­co y bandas criminales). * Doctor en filosofía por la Sorbona de París.

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