Anna Ajmátova, una noche sin aurora
En julio de 1918, en el febril inicio del proyecto revolucionario de la Unión Sov iética, toda la familia Romanov fue asesinada. Nicolás II y su esposa, los cinco hijos, el médico del hogar y los criados cayeron bajo las balas en un sótano iluminado por velas. Cuatro de los hijos eran mujeres: Tatiana, Anastasia, María y Olga, todas ellas impresas en el papel mediante una fotografía tomada en San Petersburgo en 1906. La imagen de las cuatro muchachas es de una belleza cautivadora; los ojos soñadores, melancólicos, muestran una transparencia que seguramente se opacó aquella noche por el miedo. Cómo hicieron los soldados rojos para disparar sobre ellas sin rebelarse ante sus jefes es una pregunta que nadie que mire la fotografía podrá dejar de formularse. La belleza las hacía doblemente inocentes.
Sus cuerpos fueron desaparecidos durante setenta años.
¿Será demasiado aventurado suponer que el asesinato de esa familia fue el episodio que desató la matanza que se sucedería después? Difícilmente podía crearse una mo- ral solidaria cuando en el acto fundacional se habían roto los límites morales con un crimen de esa magnitud.
Albert Camus intentó una respuesta: “Todo revolucionario acaba por convertirse en opresor o en hereje”. Igual afirmación formuló Isaak Bábel, a través de su personaje, Guedali: “¿Quién le dirá a Guedali dónde está la revolución y dónde la contrarrevolución? Si la revolución es obra buena de buenas personas, no es posible que produzca huérfanos. Porque las buenas personas no matan. De donde resulta que la revolución la hacen malas personas”. Leningrado-San Petersburgo. San Petersburgo es la ciudad que construyó Pedro el Grande. Elevada sobre las ciénagas, sin cimientos firmes en la tie- rra, es una urbe irreal, un espejo de aguas que circulan en canales profundos que se unen con uno de los ríos más imponentes de Europa, el Neva, una masa espesa que se mueve lenta y amenazadoramente.
Es una ciudad que lucha entre el agua y las islas, entre la piedra de edificios elevados sobre pantanos y las hermosas perspectivas de sus avenidas.
Allí vivió, amó, lloró y escribió, pero también resistió, Ana Ajmátova durante la mayor parte de su larga vida. Nació en Odessa en 1889 y fue bautizada Ana Gorenko. Años más tarde, tomó de su abuela materna el apellido con el que firmó toda su obra. Educada en un instituto para niñas de la aristocracia, fue contemporánea activa de dos siglos, dos guerras, dos revoluciones y dos culturas literarias y políticas.
A los veinte años era una
En la tercera entrega sobre los intelectuales y la revolución de 1917, la historia de una poeta que predijo el terror estalinista. Negándose al exilio, escribía poemas que memorizaba para luego quemar el papel. Murió en 1966, reconocida mundialmente.
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