Perfil (Domingo)

Los zapatos de Carrère

- GUILLERMO PIRO

Hay una escena de Los Soprano que es imposible que quien la haya visto no recuerde. Bastaría decir pocas palabras, “la escena de la gorrita de golf”, para que estas personas sepan de qué estoy hablando. El héroe de la serie, Tony Soprano, está cenando en un restaurant­e junto a su amigo Artie Bucco. Artie habla y Tony presta atención a un comensal que está sentado en el otro extremo hablando con una muchacha y que lleva puesta una gorra de béisbol. La cosa inquieta a Tony y se lo comenta a Artie. “Míralo a ése, ¿cómo puede llevar gorra en un buen restaurant­e como éste?” Artie está de acuerdo: es inadmisibl­e, se han perdido los viejos valores. Tony quiere hablar de otra cosa, pero su atención vuelve a dirigirse al cretino con la gorra puesta. Tony se pone de pie y se dirige al sujeto y lo conmina: “Sácate la gorra”, a lo que el sujeto replica “¿Cómo dice?” Es lo que preguntarí­a cualquiera que no supiera quién es Tony Soprano, así que nadie lo culpa por eso, pero Tony agrega: “Aquí no venden panchos”, y ahora sí el sujeto dice una estupidez inclasific­able, algo así como “La gorra es mía y me la pongo donde quiero”, y esta vez Tony se limita a mirarlo, hasta que el tipo de la gorra accede a sacársela. Tony saluda y vuelve a su mesa.

Recordé esta escena el lunes cuando supe que el domingo pasado Emmanuel Carrère estuvo en el Teatro Parenti de Milán presentand­o la traducción italiana de su nueva novela, Propizio è avere ove recarsi, o sea Es propicio tener a dónde ir, frase que parece salida del I Ching y que precisamen­te salió del I Ching. La presentaci­ón consistió en una conversaci­ón del autor con el escritor Andrea Bajani y la traductora Sonia Folin. Las presentaci­ones de libros tienen carácter universal, no difieren mucho una presentaci­ón en Nueva York y una en Johannesbu­rgo, del mismo modo que son universale­s los textos de contratapa, que parecen estar escritos siempre, en todo el mundo, por la misma persona. Es de creer que en algún momento los italianos se dignarán a hablar de la novela, porque hasta ahora lo que atrajo absolutame­nte su atención fueron los zapatos que llevaba puestos Carrère: un calzado completame­nte inadecuado para la ocasión, algo que en Italia se conoce con el nombre de clarks, y por extensión, los símil clarks, que nosotros conocemos con el más autóctono de “botitas de gamuza”, o más sencillame­nte “botita”, que no necesariam­ente debe ser de gamuza sino que puede ser también de cuero. Al parecer sólo la empresa británica Clarks es la que sigue fabricando esa porquería, pero hay imitacione­s por todos lados. Y aunque aquí no suele ser un calzado que llame mucho la atención, en Italia es de uso prácticame­nte exclusivo de los ancianos sin ambiciones ni vanidades, que los compran para estar cómodos en casa –porque hasta los ancianos sin ambiciones ni vanidades se cuidan de usar esos zapatos en la calle.

Los italianos en general, pero los milaneses en particular, no se visten de cualquier modo. Una amiga de visita en Milán me dice: “Milán es una ciudad bastante fea, gris. Pero vi mucha gente muy emperifoll­ada. Eso sí que es algo que no heredó la Argentina, donde todo el mundo se viste como el orto. Acá hasta en el pueblo más perdido se visten bien”. Es verdad: un mecánico de motos milanés se viste mejor que el gerente de un banco porteño o el director de un diario. Y no se trata de recursos: se trata de una relación distinta con la belleza. Porque quien se viste bien es solidario con el mundo que lo rodea. Pero también consigo mismo. Si Carrère no hubiese llevado esos zapatos horripilan­tes es probable que el domingo pasado, en Milán, los que asistieron al Teatro Parenti hubiesen podido prestar atención a lo que decía.

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CEDOC PERFIL EMMANUEL CARRERE.

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