Hoy: ‘Buenos Aires, cuándo será el día que me quieras’
Manuel Puig es una figura escurridiza. Sabemos de sus andanzas por sus cartas, publicadas en Entropía al ciudado de Graciela Goldchluk. Pero son andanzas blancas destinadas al corresponsal colectivo llamado por el propio Puig "querida familia", por lo que no se puede esperar demasiado si se considera que ese colectivo era patrullado en sus pasillos interiores por la atención procelosa de su padre.
Todos las intimidades que Puig le cuenta a su querida familia son de orden laboral, turístico o ideológico, como cuando se cruza con Perón en las calles de Madrid ("Yo que soñaba con un encuentro con Ava, me encuentro con Pocho hijo de puta") y, sobre todo, se apoyan en sus sentimientos decontrolados hacia las estrellas de cine.
Pero también hay un Puig más profundo por afuera del escenario de intimidad pública que se monta en las familias como un teatro cuyo asunto es la verdad en clave de farsa. Ese Puig está de algún modo en Buenos Aires, cuándo será el día que me quieras, una serie de conversaciones con el periodista Armando Almada
Nació en General Villegas el 28 de diciembre de 1932 y falleció en Cuernavaca, México, el 22 de julio de 1990. Roche reunidas por Editorial Vinciguerra en 1992. El libro es tremendo, realmente tremendo, y despierta perplejidad y una pregunta que se presenta como un acto reflejo: ¿por qué Puig aceptó estos encuentros prácticamente libres de literatura en el sentido en el que el ganadero aspira a que sus vacas rumien libres de aftosa? ¿Por qué salvar la charla de esa contaminación epecífica? Porque lo único que le interesaba a Puig de la literatura era hacerla.
En el libro de Almada Roche, la literatura (sus problemas, su práctica, su historia) está directamente excluída de las conversaciones y, sin embargo, aparece con intermitencias siempre que se esté hablando de otra cosa. Cuando el entrevistador le pregunta a Puig sobre si es "legítima" la supuesta impaciencia del escritor que, al no poder publicar en una editorial, sale disparado a pagar su edición de autor (todas las preguntas son tan irrelevantes que obligan a una respuesta "filosófica"), el ídolo de General Villegas le contesta, inocultablemente sacado: "El escritor, sea nóvel o veterano, grande o pequeño, tiene que ser él, y solamente él, su propio juez. No necesita la aprobación de nadie".
Almada Roche le pregunta: ¿Cuándo te masturbaste por primera vez?, ¿Qué pensás del feminismo?, ¿Te consideras un exiliado?, ¿Existe la felicidad?, ¿El amor es noble?, ¿Se nace homosexual?, ¿Bailás?, ¿Te gusta la soledad? Llamar catarata a este despliegue de curiosidad no le hace honor al modo denso en que Almada Roche presiona sobre la memoria de Puig de una manera inorgánica, tal como lo haría una máquina que cumple su función desentendiéndose del enlace personal con su interlocutor. Pero de golpe, el ostracismo del cuestionario se ilumina porque Almada Roche, ganada la confianza de su entrevistado, no lo deja mentir. Sucede cuando Puig le cuenta que un mozo de la Plaza San Marcos, en Venecia, le pide que atienda por él. Puig se pone la chaqueta y ¿a quiénes atiende? ¡A Alí Khan y Rita Hayworth! "Pero, ¿no la habías conocido cuando eras maletero de...?", le dice Almada Roche. La literatura aparece cuando menos se la espera.