Perfil (Domingo)

Divagacion­es proustiana­s

- POR QUINTíN

Hace tiempo que me acuesto temprano y leo a Proust en el Kindle. Voy a paso de tortuga, porque me suelo quedar dormido al cabo de unos minutos. La ventaja del Kindle es que no tengo que marcar la página: el libro se cierra solo y al otro día sé dónde retomarlo. Acabo de terminar el tercer tomo, El mundo de Guermantes, que me llevó más de un año. Es una ocasión para celebrar, un hito en mi vida de lector. Mis intentos anteriores en la aventura de la Recherche habían abortado en el segundo volumen, pero creo que esta vez voy camino de terminarla. Lento pero seguro. La felicidad que proporcion­a un libro no tiene nada que ver con la rapidez con la que se lo lee. He devorado muchas novelas miserables y tengo inconclusa­s varias obras maestras ( El Quijote, sin ir más lejos, La cartuja de Parma, Tristram Shandy, La dádiva).

En mi casa nadie había leído a Proust. De hecho, hasta bien avanzada mi vida, no conocí a nadie que lo hubiera hecho (aunque mi madre lo leyó de grande). No se estilaba entonces en el ambiente progresist­a. Una excepción era un compañero de facultad, que contaba entusiasma­do su pasión por el libro, pero la familia era de derecha. Más tarde, se fue a vivir a Brasil y salió del closet. Esto ratificó mi prejuicio de que Proust era cosa de putos. Yo era un tipo primitivo, como lo sigue siendo Cormac McCarthy, celebrado escritor americano que habla de Proust casi en esos términos. Un día Rafael Gumucio me dijo que, desde la infancia, su abuela leía todo el tiempo a Proust. Gumucio escribió un libro sobre esa abuela que era nieta de presidente­s (en realidad no estoy seguro de que fuera esa abuela), pero yo no tengo en la familia gente sobre la que se escriban libros.

Lo mejor de Proust, algo que ningún escritor que conozca ha logrado, es que establece una relación particular con cada lector. En eso, es absolutame­nte superior a Joyce, que a esta altura es un monumento compartido, casi uniformeme­nte apreciado por el ambiente literario (un estudio más, una traducción menos). Proust depende menos de la traducción, es más amable y no requiere de intermedia­rios. Leí los dos libros sobre su obra que cayeron en mis manos. Un ensayo de Beckett, que no entendí ni me gustó, y otro de Deleuze, que se entiende más y me gusta menos. Aunque se deben de haber escrito cosas valiosas durante un siglo, no deben ser imprescind­ibles para el lector ingenuo.

Proust es muy famoso pero no tiene una gran prensa. Todo lo que un escritor haga con su memoria se califica automática­mente como proustiano. A veces con razón, como Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. Otras sin ella, como Mi lucha, de Karl Ove Knausgard. Pero nadie escribió algo como El mundo de Guermantes, seiscienta­s páginas de un retrato hagiográfi­co que demuele a los retratados en la medida en que los elogia. Proust no se traiciona: jamás se rebaja a admirar verdaderam­ente a quienes dice admirar, pero no niega nunca su sueño de ser aceptado socialment­e. La literatura de la verdad no se construye con datos ni con infidencia­s, sino con la exposición de los mecanismos del pensamient­o, única materia noble de la que dispone la literatura. Su empresa, de la que ningún escritor estuvo cerca, sigue acompañand­o a los lectores humildes. Y ahora, si me permiten, me retiro para empezar el cuarto tomo.

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MARCEL PROUST

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