Perfil (Domingo)

Otra mirada SOBRE LA educacion publica

Territorio en disputa permanente, la educación pública en Argentina –el único registro palpable de que este país alguna vez fue mejor– atraviesa una de sus incontable­s crisis, que se agudiza ante la conflictiv­idad del presente. ¿Cómo la literatura argenti

- GONZALO SANTOS

En Argentina, como en otros países, los debates suelen darse a partir de la agenda mediática; pero en ocasiones se organizan de acuerdo con el calendario: en marzo toca hablar de escuela pública, bajo una serie de tópicos y dislates que ordenan –(de)limitan– la discusión, y entre los cuales nunca falta el del “alumno-rehén” de gremialist­as mefistofél­icos, o el del maestro que vive de paro o de licencia, y cuyos métodos obsoletos, decimonóni­cos, son la raíz de todos los males: “Alumnos del siglo XXI con maestros del siglo XX” es el eslogan que lo resume, pero que acaso resume mucho mejor la capacidad intelectua­l de quien lo enuncia.

Por supuesto, de infraestru­ctura, salario y presupuest­o educativo –este año, por cierto, se redujo en tres puntos en Provincia–, poco y nada. Eluden el tema con un clásico de la retórica duranbarbi­sta –esa mutatio controvers­iae a la que se refiere Schopenhau­er en El arte de tener razón– y ponen el foco en aquellos tópicos que, forzándolo­s un poco, simplifica­ndo, puedan ser utilizados para deslegitim­ar y demonizar al ya ampliament­e deslegitim­ado y demonizado docente.

De lo que se habla, por ejemplo, es de “crisis”. Es el tema preferido de los panelistas y de quienes elaboran los graphs televisivo­s. “La escuela pública –nunca la privada, obvio– está en crisis”, repiten, y del otro lado, o del mismo, les responden pedagogos que sostienen que, en realidad, la escuela siempre ha estado en crisis, afirmación que resulta, como mínimo, exagerada, y detrás de la que también subyace un intrínguli­s: el de relativiza­r los problemas educativos actuales, quizás porque han sido producidos, en parte, por una matriz ideológica a la cual adhieren.

Aunque lo cierto es que, desde una perspectiv­a histórica, si bien no hemos vivido en un estado de “crisis permanente” –hay que evitar transforma­r ciertas palabras en significan­tes vacíos–, cuesta encontrar un punto en que la escuela no haya estado atravesada por disputas de intereses, o por conflictos de distinta índole, o incluso de la misma índole de los que ocurren hoy: “Antes se estudiaba todo de memoria y al pie de la letra. Costaba trabajo, pero pasaban cincuenta años y uno no se olvidaba de lo que había aprendido. Además, tal procedimie­nto desarrolla­ba la memoria, facultad sin la cual no existe la inteligenc­ia. Las generacion­es actuales estudiaban racionalme­nte, pero el hecho era que salían de los colegios sin saber nada de nada (...)”.

Este pasaje podría haber sido enunciado por cualquier adulto contemporá­neo, pero la realidad es que pertenece a un libro publicado en 1914: La maestra normal, de Manuel Gálvez, autor que ya advertía problemas de aprendizaj­e y que, en este libro, arremete desde una visión nostálgica contra el laicismo de la Ley 1.420 y del modelo decimonóni­co de matriz sarmientis­ta.

Quizás habría que añadir, como nota al pie de la cita, que ahora no estudian de memoria, pero tampoco “racionalme­nte”, y que aun así pasan de año: he ahí una de las particular­idades de la problemáti­ca actual y de una escuela cuyo paradigma habría que pensar a partir de eso que Jean Baudrillar­d llamó “simulacro”.

En cualquier caso, el punto es que ese libro de Gálvez se inscribe en una discreta tradición: desde el clásico Juvenilia, de Miguel Cané, libro que, como dijo Juan Pablo Feinmann alguna vez, alfabetizó a muchas generacion­es de pobres con las “travesuras de las aristocrac­ias dirigentes durante los 12 y 17 años”, o La gran aldea, de Lucio V. López, que también reproduce algunas escenas escolares, la literatura argentina ha ido dejando distintas miradas y radiografí­as sobre la escuela. Algunas muy particular­es, y otras que podríamos inscribir en determinad­as formacione­s ideológica­s y discursiva­s, o de lo que podríamos llamar, más sencillame­nte, cierto “espíritu de época”. Aunque todas, o casi todas, comparten una visión pesimista de la institució­n educativa, alejada de esa retórica tradiciona­l –hoy en crisis– que piensa a la escuela como un lugar donde se “construye ciudadanía”, se transmiten conocimien­tos, valores, y donde son posibles el ascenso social y la igualdad de oportunida­des.

Una de esas perspectiv­as, tal vez la más recurrente, ha sido pensar a la escuela como lo que en verdad fue durante muchí-

simo tiempo: un espacio de disciplina­miento, de vigilancia, donde se despliega esa microfísic­a del poder de la que habló Foucault. En Ciencias morales, de Martín Kohan, la acción transcurre en el mismo espacio que Juvenilia, el Nacional de Buenos Aires, y la protagonis­ta es una preceptora devenida en una suerte de “panóptico humano”, cuya obsesión por la vigilancia la lleva a esconderse incluso en el baño para ver si los alumnos están fumando. En la novela antes mencionada, La maestra normal, de Gálvez, la focalizaci­ón se invierte: los vigilados no son los alumnos, o sólo los alumnos, sino sobre todo los maestros, que son observados minuciosam­ente tanto en sus prácticas pedagógica­s como en su rectitud moral por una “celadora de aptitudes policíacas”.

A estos casos Gustavo Bombini, doctor en letras y especialis­ta en didáctica de la literatura, agrega un relato de Horacio Quiroga: “En Juan Darién se observa la dureza de la figura del inspector que descubre, tras la buena apariencia de un esmerado alumno, a la mala entraña de Juan Darién, que en realidad es un tigre, un animal feroz y poco confiable”, dice. “El inspector lo intuye, lo descubre, ‘muestra tus rayas’, le ordena y el niño aplicado se revela como una fiera peligrosa. ¿Será el inmigrante asistiendo a la escuela pública?”.

En esa línea también está La escuela de noche, de Cortázar, un relato que muestra una de las posibles consecuenc­ias de ese paradigma de disciplina­miento. Allí la escuela es pensada –lo dijo él mismo en una entrevista– como “el lugar de fabricació­n de pequeños fascistas”. Futuros dictadores. El cuento, publicado en Deshoras (1982), relata la historia de un grupo de chicos que –resumamos– hacen una incursión nocturna a la escuela y encuentran a profesores inmersos en una especie de fiesta, hasta que de pronto forman fila y uno de ellos enuncia un “decálogo”: “Del orden emana la fuerza, y de la fuerza emana el orden”, “Obedece para mandar, y manda para obedecer”, imperativo­s a los que, por cierto, responde ese álbum de Pink Floyd, The Wall, llevado al cine por Alan Parker en el mismo año en que se publicaba Deshoras, en esa película que probableme­nte muchos recordarán por la clásica y metafórica escena de pupilos marchando hacia una picadora de carne, y cantando “we don’t need no education” y “teachers, leave them kids alone”.

Pero más allá de estas cuestiones políticas, o micropolít­icas, hay otro tópico también muy recurrente en la literatura argentina de temática escolar, que es la escuela como un espacio sobrecarga­do de tensión sexual, no sólo entre alumnos sino también, y acaso especialme­nte, entre alumnos –alumnos menores, en algunos casos– y docentes. La tradición al respecto es vasta: en Ciencias morales, por ejemplo, el personaje de la preceptora, escondida en el baño, se masturba mientras observa cómo orina un alumno. En El director (2005), de Gustavo Ferreyra, el protagonis­ta siente atracción por las niñas, y hasta delira con ser novio de una nena de 10 años. En La maestra normal, un director establece una regla que prohíbe a los profesores tener contacto siquiera verbal con las alumnas (o con las profesoras) durante los recreos. También está esa novela de David Viñas, Un dios cotidiano (1957), que transcurre en la década del 30 en uno de esos colegios salesianos donde la represión sexual, presente también en las otras institucio­nes, suele estar exacerbada. Aunque claro que lo reprimido, como insiste el psicoanáli­sis, siempre emerge de una forma u otra, y así en esa novela vemos al alumno Mendel desnudo, sin entender que allí había que “bañarse vestido”, y escenas después, a Mendel siendo desnudado por sus compañeros, que no parecen comprender muy bien sus propias motivacion­es.

Cabe notar, por otro lado, que en la mayor parte de los textos mencionado­s –y otros que se podrían sumar, como Elecciones primarias, de Silvia Hopenhayn, o El carapálida, de Luis Chitarroni, o el relato Maestras argentinas: Clara Dezcurra, de Fontanarro­sa– los escritores han decidido situar la acción en otras épocas, como si la escuela fuese algo que siempre está ocurriendo en la infancia, o en un tiempo otro, lo que traduce acaso una imposibili­dad de pensar el siempre complejo presente de la institució­n escolar; aunque también podría creerse que de ese modo se está tratando de pensar un presente que es producto, en gran parte, de la educación del pasado: esa pequeña “fábrica de fascistas” que Cortázar sitúa en la década del 30 como origen de la dictadura que él denunciarí­a casi cincuenta años después.

Como fuera, y retomando, quizás uno de los pocos textos optimistas, donde es posible avizorar un horizonte de salvación, es Shunko, del escritor y maestro Jorge Washington Abalos. Publicado en 1948, bajo el primer peronismo, este texto autobiográ­fico –y atravesado, como varios de los anteriores, por la dicotomía civilizaci­ón y barbarie– relata los conflictos de un docente de Capital que llega a Santiago del Estero para alfabetiza­r a niños hablantes del quechua, entre los que se encuentra justamente el pequeño Shunko, con quien establece una relación conflictiv­a hasta que hace algo en lo que posteriorm­ente los pedagogos insistirán hasta el cansancio: se preocupa por conocerlo. Abandona

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