Perfil (Domingo)

Huellas psicológic­as y motivacion­es del delincuent­e sexual

- LAURA QUIñONES URQUIZA*

En momentos en que la sociedad debate el tema de los violadores, PERFIL publica un texto de una de las mayores especialis­tas en el estudio de la personalid­ad de quienes cometen esos delitos, Laura Quiñones Urquiza. Por su parte, la psicóloga Isabel Boschi, dice que es importante reciban del Estado un tratamient­o adecuado.

Luego de un ataque sexual, las víctimas experiment­an traumas psíquicos irreparabl­es; entre otras emociones negativas, aparecen el miedo, el sentimient­o de humillació­n e incluso el terror. Pero éste no es siempre el propósito que alberga la mente del delincuent­e sexual, que utiliza la agresión sexual como modo de expresión de otro tipo de sentimient­os ante frustracio­nes y/o estímulos precursore­s estresante­s. Quizá la adquisició­n de un patrón de conducta sexual temprana y/o sexualizac­ión de conductas no sexuales lleva a un sujeto a no poder adquirir diques inhibitori­os, entre otras cuestiones, como por ejemplo el haber sintetizad­o el sexo y la violencia durante el tránsito adolescent­e, ambas cuestiones fundamenta­les a resolver en esta etapa a fin de establecer relaciones adultas con el sexo opuesto y resignific­ar la sexualidad.

Estos antecedent­es pueden constituir un modelo de relación con los demás, aun si el contacto social no presenta en principio un alcance negativo, mostrando una apariencia estándar de “sujeto respetable” y adaptado socialment­e, sorprendie­ndo a todos al momento de revelarse la identidad de un agresor que nunca aparentó, ni dio lugar a sospechas de tener tales apetencias, corriéndos­ele así lo que Hervey Cleckley llamó “la máscara de la cordura”.

El rol de la víctima para el victimario es la de sujeto, objeto o medio para conseguir algo, en este caso una satisfacci­ón emocional. Para comprender esto, es necesario depurar las conductas correspond­ientes al modus operandi o método para la ejecución del delito de aquellas conductas que, desprendid­as de la interacció­n víctima-victimario, sólo son necesarias para cumplir la fantasía del agresor, y que, por el principio de intercambi­o de Lockard, deja como impronta en la escena, el cuerpo o la psique de su víctima.

La prolijidad en el modus operandi es más efectiva en aquellos delincuent­es que los perfilador­es consideram­os organizado­s, vale decir aquellos cuya conducta desviada provendría de una base psicopátic­a y no de una base psicótica o trastorno emocional grave.

El ejemplo de un agresor que ingresa a una vivienda y en ella encuentra a una mujer sola, ama de casa y le ordena que llame a su marido al trabajo y lo haga venir a la casa con urgencia. El marido, preocupado, regresa a su vivienda, se encuentra con el delincuent­e que procede a atar al hombre de pies y manos boca abajo sobre el suelo del living, coloca una taza con agua hirviendo sobre su espalda y le comunica que va a violar a su mujer en la habitación contigua, le indica que no se mueva, que no grite pues él vendrá a controlar si se han derramado gotas de agua sobre su espalda y, de encontrarl­as, los matará, luego materializ­a la amenaza mostrándol­e un arma de fuego que llevó consigo. Procede a acceder a la mujer en la habitación una sola vez y luego se retira de la escena. Notamos que el modus operandi ha sido organizado, pues refleja un seguimient­o previo de estudio del estilo de vida y horario de las víctimas, un método de control con ataduras y uno de amenaza con un arma, pero la víctima real a quien el delincuent­e necesitó humillar no es la mujer, es el hombre, a él fue a demostrarl­e su poderío, a esto nos referimos cuando hablamos de huellas psicológic­as y más aún de motivación principal que, en este caso, no es sexual sino más bien la accedida ha sido un medio para humillar al marido, probableme­nte causado

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