Hoy: ‘Lisiana’, de Carlos Ríos
Carlos Ríos es una máquina literaria nacida en Santa Teresita en 1967 y radicada entre La Plata y Mar del Plata después de una temporada de varios años en Puebla, donde asistió a los talleres de Daniel Sada y oyó la musiquita de la lengua mexicana que se incrustó para siempre en su español (un panespañol, para ser precisos), junto a cierta poética tumbera bonaerense que ataca su propio refinamiento sin hacerle mella.
Ultimamente publica unos libritos bellos hechos por él mismo en papel fotocopiado, tapas de reciclaje y envoltorios lujosos –plateados, dorados– que sobran del consumo capitalista (por lo general, ex envases de alimentos). El los hace y él los vende, en una operatoria personal que parece antigua pero es futurista.
Poco antes de esa era llamada “últimamente”, en 2014, lanzó a lo alto tres libros en simultáneo a través de EME y Bajo La Luna. Para ahorrarle papel a la familia Fontevecchia, digamos rápidamente que eran tres novelas, aunque los rubros en Ríos están trastocados y, de hecho, “Entre Hudson y Ringuelet escribió un poema largo, larguísimo, y luego fue cambiándole letras, como quien corrige un texto pero al revés”.
El talento es una fórmula aleatoria, y Lisiana lo tiene. Que se lo reconozca de un modo póstumo no es un problema, salvo para Montalbetti, el poeta burócrata que, al descubrir la obra de su alumna tapada, se castiga con ese masoquismo introspectivo llamado mea culpa: “Le enseñé lo que no soy capaz de hacer. Soy un pelotudo”. Falta muy poco para que se invierta la relación maestro-alumna y sea el maestro el aprendiz de la enseñanza que impartió. Son las vueltas de la vida, que Carlos Ríos narra en tono de comedia dramática.
Sus detectives salvajes no son individuos trascendentes. Al contrario. Aspiran menos a la comprensión de
CARLOS RIOS. Nació en Santa Teresita en 1967. Es autor de libros de poemas, de relatos y de novelas. este sándwich triple es la prueba, de la que vamos a recoger un tercio: Lisiana (las otras entregas, destinadas a chocar entre sí, son Cuaderno de campo y En saco roto).
Lisiana es una gorda que concurre al taller del poeta Atilio Montalbetti, empleado estatal en una oficina de hidráulica y preocupado por la actualidad de la literatura, en la que ve desertar del verso a sus discípulos hacia el supuesto cobijo de la novela. Inadvertida por su distancia abismal con la gracia física, Lisiana se hace visible cuando se muere en un viaje en tren, mientras escribe un poema en un lenguaje “en descomposición”: lo oscuro que al reconocimiento, lo que le da al ambiente mixto en que se mueven (un romanticismo intervenido y hasta interrumpido por la vida cotidiana) un perfil de comunidad de ególatras montada sobre un arte menor basado en el parasitismo. Es Montalbatti el que le “saca” poesía a Lisiana y presenta el tráfico de las fuerza del arte como una mecánica de vampirismo: “Gracias a esos poemas el libro por fín resplandecía”. El curso de la poesía de Lisiana es misterioso. “Y pensar que en la secundaria –y un poquito en la vida universitaria–”, dice Ríos de su criatura, “ella sólo encontraba profundidad en las canciones de Eros Ramazzotti”.