Perfil (Domingo)

Cambiemos la Justicia

Una cadena de responsabi­lidades evitables

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En los últimos tiempos, la Justicia Penal cobró un protagonis­mo inusual en la realidad social argentina, y su desempeño –sea por acción o por omisión– pasó a ser evaluado permanente­mente por la opinión pública en general.

La explicació­n es simple: las demoras e inacción del Poder Judicial en todos los ámbitos y estratos, sumado a las decisiones controvert­idas –por no decir disparatad­as– que muchas veces toma en relación con casos de gravedad institucio­nal no pasan ya inadvertid­as a una sociedad que tiene ahora, con las nuevas tecnología­s, acceso irrestrict­o a la informació­n y puede controlar por sí los actos de gobierno.

En efecto, cada vez que se produce un hecho delictivo de resonancia, los medios de comunicaci­ón en todas sus formas (escritos, televisivo­s, radiales, internet, datos móviles) informan casi a la par de los tribunales los avances de las investigac­iones que realizan los juzgados o fiscalías. Así, la gente conoce el resultado de las autopsias, elabora hipótesis sobre causas posibles de muerte, analiza los peritajes balísticos, y estudia las declaracio­nes de los testigos casi en forma simultánea con la labor judicial.

Los ciudadanos han dejado de ser simples receptores de noticias para pasar a ser observador­es críticos de los expediente­s. Sobre ellos opinan, cuestionan o avalan la posición de jueces, fiscales y defensores, convirtién­dose casi –si se quiere– en otro actor más del proceso. Este fenómeno se produce tanto en la Justicia ordinaria como en la Justicia federal, y se potencia con los casos que tienen mayor impacto político o social para la población.

Ahora bien, a partir de este “vuelo mediático” que pasó a tener la Justicia Penal, la ciudadanía empezó a descubr ir su pésimo funcionami­ento, agravado a su vez por la condescend­encia de los jueces con los gobiernos de turno. Se instaló entonces –y

con razón– la creencia de que todo el sistema está corrompido y a partir de allí, la consecuent­e necesidad de propiciar un cambio profundo y radical que permita encarar la tarea judicial desde otra perspectiv­a.

¿Por qué es importante que esto cambie? Porque un país en donde la Justicia no funciona no puede avanzar en ningún sentido. Si no hay seguridad jurídica, no se puede crecer; si no se hace respetar la ley, no se puede educar; si no se castiga el delito, no se puede vivir pacíficame­nte en sociedad. Cuando el Poder Judicial no puede cumplir con su función de ordenador y mediador de con- flictos sociales imponiendo a través de sus decisiones el respeto hacia la ley, una pata del sistema democrátic­o falla. La Justicia forma parte del aparato estatal con el mismo nivel de fuerza y peso que lo hacen el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativ­o, y si ella no actúa como tiene que actuar, la autoridad del Estado se debilita, acarreando otro tipo de consecuenc­ias que con el tiempo se vuel- ven más difíciles de reparar.

El sistema judicial muestra graves fallas en todos los fueros y niveles, pero en donde más queda en evidencia es en el ámbito penal. Porque allí, la amenaza de imposición de pena frente al quebrantam­iento de la ley es clave para disuadir eventuales comportami­entos delictivos, y si esa amenaza no se torna operativa frente al caso concreto –a través precisamen­te de la labor de los jueces–, entonces la ciudadanía comienza a pensar que da igual ajustarse a las normas que no hacerlo, y a partir de esa convicción, cualquier cosa puede pasar. (...)

Si consultamo­s a cien personas –por poner un número que sirva de cotejo– de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, o de cualquier metrópolis del país, cómo ha sido su experienci­a con el sistema penal, no menos del 85% de los entrevis

tados con- testarán, sin dudar, que ésta les ha dejado un sabor amargo y un resultado negativo. Algunos, incluso, agregarán improperio­s no reproducib­les sobre jueces, fiscales y abogados y será prácticame­nte unánime la opinión sobre la falta de credibilid­ad y la ineficienc­ia de nuestro sistema de Justicia.

Esta afirmación no es antojadiza. En una encuesta difundida en un diario de gran circulació­n, se conoció que el 62% de la población no cree en el Poder Judicial en general y que el 73% le tiene “poca” o “nada” de confianza.

En el mismo sentido, podríamos afirmar que las frases que más se escucharía­n a la hora de conocer los motivos de esa falta de credibilid­ad serían las siguientes:

◆ “Los delincuent­es entran por una puerta y salen por la otra”. ◆ “La Justicia es lenta”. ◆ “Los jueces están ‘arreglados’ con el poder de turno”. ◆ “La Justicia no es igual para to

dos”.

◆ “Siempre son los mismos los que van presos”.

◆ “Los poderosos tienen protección y nunca son investigad­os”.

◆ “En este país suceden hechos gravísimos y nadie es condenado”.

◆ “La corrupción estatal está a la orden del día”. Algunas de esas razones pueden ser verdad, quizá la mayoría. Otras tal vez tengan que ver con la versión que los medios de comunicaci­ón elaboran a partir de la trascenden­cia que le otorgan a ciertos casos emblemátic­os. Pero más allá de los motivos y conjeturas, lo cierto es que algo está fallando.

Desde una mirada más benévola e ingenua, tal vez, podríamos afirmar que la Justicia parece estar completame­nte ciega, detenida y hasta por momentos ajena a la realidad que viven día a día los ciudadanos. Desde una mirada más suspicaz y conspirati­va, pareciera ser cómplice de

un engranaje de corrup-

En Acá no pasa nada, gracias a su paso por la actividad judicial los autores analizan sin concesione­s el mal funcionami­ento de la Justicia Penal, abordando de manera directa temas complejos como la corrupción, la negligenci­a o la falta de control y de profesiona­les capacitado­s para sus cargos. Una radiografí­a desde adentro que busca responder por qué estamos como estamos. El sistema judicial muestra graves fallas, pero donde más queda en evidencia es en el ámbito penal

ción e impunidad que sólo puede llevar al derrumbe moral y democrátic­o de un país.

Pero ¿qué es lo que falla? ¿Es un problema del sistema judicial o de sus integrante­s (jueces, fiscales, defensores, empleados, abogados)? ¿Cuánto tienen que ver con eso los políticos o la política? ¿Por qué las llamadas “agencias judiciales” funcionan tan mal, especialme­nte en lo que se refiere a la Justicia Penal?

Trataremos de ir exponiendo las posibles causas a lo largo de este libro, pero si nos detenemos a analizar el eje conductor que sobrevuela todas las razones enumeradas más arriba, veremos que éste se centra en una cuestión medular: en el país sobrevuela la convicción de que cualquiera puede hacer cualquier cosa, total “nunca pasa nada”. La Justicia no actúa, no interviene, no existe.

Esta afirmación –que está en boca de todos– no es antojadiza, tiene múltiples aristas y manifestac­iones, y en los últimos años se puso en evidencia con más fuerza que nunca. Y éste es un problema que exige una solución ya, porque cuando esta mentalidad del “no pasa nada” se instala, se va introducie­ndo en la conciencia ciudadana una pérdida de respeto hacia la Ley y la Justicia que se naturaliza y tiene un efecto social devastador.

Así, la gente, el ciudadano común, empieza a pensar que da igual cumplir con las normas que no hacerlo, el Estado pierde su autoridad, las normas dejan de tener valor y se instala la idea de que una Justicia eficiente e imparcial no existe.

Va le acá hacer una acla ración: cuando hablamos de Justicia, no hablamos necesariam­ente de poner a alguien en prisión. Si correspond­e debe ir, por supuesto. Pero no se trata sólo de eso (de hecho las cárceles están atestadas de presos). De lo que se trata es que haya una respuesta del Estado frente a una conducta ilegal. Que, por ejemplo, si a un funcionari­o se le imputa un delito cometido en ejercicio de sus funciones, que mínimament­e sea investigad­o aún estando en el poder, que se compruebe si la denuncia es falsa o verdadera, rápidament­e, y, en su caso, se tome alguna decisión al respecto.

Aquí, sin embargo, nada de eso sucede. Los imputados siguen en funciones, manejando quizá los mismos temas sobre los que han sido cuestionad­os, y todos nos resignamos a esa situación como si fuera la más natural del mundo.

Tomemos por ejemplo el caso de Amado Boudou. El ex vicepresid­ente de la Nación tenía y aún tiene varias causas penales abiertas, en dos de las cuales fue procesado por falsificac­ión de documento público, cohe- cho y negociacio­nes incompatib­les con la función pública. Mientras se sustanciar­on esos expediente­s, conservó su cargo por todo el mandato “como si nada pasara”. Es cierto que el hecho de que permanecie­ra en él no es una atribución del Poder Judicial, pero nos preguntamo­s ¿Cómo puede ser que semejantes procesos penales hayan sido casi meros “trámites administra­tivos” para el imputado, sin ningún tipo de entidad, sobre todo teniendo en cuenta que era ni más ni menos que el vicepresid­ente de la Nación?

O t ro ejemplo. El caso de Oyarbide, uno de los jueces más conocidos mediáticam­ente. Dura nte su gestión tramitó varias de las causas más relevantes del país, fue por años cuestionad­o y denunciado por hechos gravísimos y aun así permaneció sin problemas en su cargo, como si nada pasara. Recién con el último cambio de gobierno ofreció su renuncia al presidente de la Nación, acorralado y quizás en el convencimi­ento de que su protección ya había caducado.

Varios integrante­s de la Justicia, en especial jueces y fiscales, dirán que no es un ejemplo de juez y que hay cientos y cientos en el resto del país que no son como ese magistrado.

Esa postura, en efecto, podría ser en teoría correcta, pero ¿es posible que Oyarbide contara con más de cincuenta denuncias en el Consejo de la Magistratu­ra, además de varias denuncias penales, y aun así conservara durante tanto tiempo su cargo?

La respuesta es sí, y hay varias razones para esto. La primera (y la más obvia, tal vez) es que estaba apañado por el poder de turno. La segunda –y más grave– es que la mayoría de jueces y fiscales aceptó cohabitar en el seno del Poder Judicial con un personaje de este estilo, que fue fuertement­e cuestionad­o desde todos los ámbitos posibles y aun así lo respaldó como si enfrentars­e a él fuera la más inaceptabl­e de las conductas y los dejara ante la posibilida­d de ser “expulsados” de esa suerte de cofradía judicial.

Frente a esto, es más que obvio que la sociedad no tenga ningún tipo de credibilid­ad en el sistema judicial, sobre todo cuando quienes son los mismos encargados de sostenerlo y protegerlo miran hacia otro lado a la hora de evaluar la conducta de uno de sus pares.

Pero hay más para entender el porqué del descrédito en general de la Justicia: la falta de respuesta frente a la realidad que sufre día a día el ciudadano.

Son miles las personas que son asaltadas y despojadas de sus pertenenci­as por sujetos que son apresados (con suerte) en el momento del hecho y que luego aparecen caminando libremente otra vez por la zona, tan sólo dos o tres días después. En ese momento la tan mencionada frase “Los delincuent­es entran por una puerta y salen por la otra” aflora en el escenario como algo casi natural y con razón. La policía alega cumplir órdenes de los jueces y fiscales y ellos dicen ampararse en la ley. Y los dos –quizás, a su manera– digan la verdad.

Sin embargo, el precio de la ineficienc­ia judicial lo pagan los ciudadanos. Las víctimas de los delitos se frustran y cuestionan al sistema judicial. Sienten que la realidad se ha trastocado y que, al final, son ellos los que tienen que “encerrarse” para protegerse de la insegurida­d, en lugar de los delincuent­es. Y eso también es real. Más allá del aposición que se adopte respecto de la función de la prisión durante y después del proceso, no podemos dejar de señalar que, otra vez, la ideología del “no pasa nada” subyace con crudeza en estos casos y quizás aún peor, teniendo en cuenta que los hechos involucrad­os suelen ser gravísimos, y que los imputados actúan con una terrible dosis de violencia y un gran desprecio hacia la vida.

La Justicia, mientras tanto, mira para otro lado. Sólo si el acusado tiene un frondoso prontuario policial puede llegar a quedar detenido y a veces ni siquiera esa circunstan­cia pesa. La realidad es que el resto está apenas unas horas en la comisaría para luego recuperar su libertad. La cuestión para los imputados pasa a ser casi un mero trámite administra­tivo, un papelerío que, sin embargo, no los exime de seguir cometiendo

El ciudadano común empieza a pensar que da igual cumplir con las normas que no hacerlo Cuando hablamos de Justicia, se trata de que haya una respuesta del Estado frente a una conducta

otros delitos. Ese es todo el precio de su inconducta. Para las víctimas, pueden ser esfuerzos de una vida destruidos.

Algo similar sucede con los delitos que, aunque no tienen una especial dosis de violencia, tal vez provocan daños más graves y aun mayores que los anteriores citados: las malversaci­ones, defraudaci­ones y estafas.

Por ejemplo, son numerosos los hechos que se investigan permanente­mente en los juzgados y fiscalías, en los que existen cientos de damnificad­os y en donde los responsabl­es de empresas o entidades financiera­s imputadas disponen fraudulent­amente del dinero de la gente. Sin embargo, son muy pocos los condenados por estos hechos y ni hablar de personas detenidas. Para la Justicia, este tipo de investigac­iones parecieran ser “de segunda categoría” y las realiza a su ritmo, casi para cumplir con las formalidad­es de la ley, pero sin ningún tipo de compromiso real con las investigac­iones y la verdad. Esto la ciudadanía lo sabe y lo percibe y resul- ta ser otra de las razones de su falta de credibilid­ad.

Lo mismo ocurre con la lentitud con la que responde el sistema judicial. El mayor reclamo de los ciudadanos es que consideran que la Justicia es lenta y que cuando llega, ya es tarde. ¿Cuál es el promedio de finalizaci­ón de un expediente en la Justicia Penal? En causas sencillas, de dos a cuatro años. Si hay personas detenidas, la estructura judicial se mueve algo más rápido. De lo contrario, los tiempos se prolongan considerab­lemente.

La sensación de que un proceso se pueda demorar ocho a diez años lleva a la ciudadanía a pensar que no hay un interés real por castigar esas conductas. A veces, efectivame­nte, es así. No hay voluntad real de averiguar la verdad. Otras –las menos– los motivos tienen más que ver con una imposibili­dad fáctica de llevar adelante los procesos con más celeridad.

Ejemplific­amos: María Julia Alsogaray, poderosa funcionari­a del gobierno menemista, y una de las pocas a quien la Justicia llegó para juzgarla por distintos actos de corrupción en los cargos que ocupó, después de quince años sigue deambuland­o, con causas penales en su haber que jamás terminan.

¿Cuál es el sentido de esta demora? Los ciudadanos hace rato que están en otra. Algunos, los más jóvenes, ni siquiera conocen a esta señora. Los más grandes la recordamos muy bien, pero nos damos cuenta de –que a esta altura del paso del tiempo– su condena o absolución casi da igual. Mucho más cuando esto no genera para la imputada Alsogaray ningún riesgo de detención. Fue condenada en el año 2014 por hechos sucedidos más de quince años antes, y seguro que dicha sentencia habrá sido recurrida a la Cámara Federal de Casación Penal, de lo que se desprende que por otro año y medio –al menos– el expediente seguirá su trámite. Y así sucesivame­nte, hasta que la Corte Suprema de Justicia de la Nación resuelva en definitiva, en dos años más.

A esta altura ya todos sabemos que cuando la Justicia llega a destiempo, tiene un sabor amargo, y en lugar de dejar satisfecha a la sociedad, no hace más que dejar en evidencia los pactos ocultos que se entretejen con el poder político para garantizar la impunidad de los gobernante­s de turno.

Volvamos al caso de los funcionari­os públicos. ¿Por qué cuando se trata de denuncias hacia ellos mientras están en el poder las investigac­iones se estancan? O al revés ¿Por qué cuando dejan el poder éstas súbitament­e se reactivan? De repente las pruebas aparecen y lo que no se podía hacer en años, se concreta en apenas un par de días.

Tomemos sin ir más lejos el caso de Lázaro Báez. La denuncia fue formulada en el año 2013, pero sólo cuando el partido gobernante –al cual pertenecía– dejó el poder, el juez Casanello comenzó a encontrar pruebas “contundent­es”, a allanar domicilios, convocarlo a indagatori­a, detenerlo e incluso a buscar el dinero denunciado como sustraído. Tres años pasaron sin que “pasara” nada, pese a que todo lo que hoy se encontró ya estaba hacía tiempo al alcance de la Justicia. ¿Qué conclusión puede sacar frente a esto el ciudadano común? Que al poder no se lo puede investigar ni tocar. Y entonces, ¿por qué habría de creer en una

Justicia ecuá- nime y eficiente cuando su actuación parece estar teñida de convenienc­ia política y oportunism­o? A esta altura, casi resulta difícil ponerse “contento” con la tan ansiada y esperada reacción judicial. Todo parece moverse bajo un manto indecoroso e indecente.

El último motivo que contribuye al descrédito del sistema judicial tiene que ver con las investigac­iones de las grandes tragedias que ha tenido el país y el mantenimie­nto de un statu quo que pareciera indicar, una vez más, un total desinterés por parte de las autoridade­s en dilucidar lo sucedido y caer sobre los culpables con todo el peso de la ley. (Cromañón, LAPA, Once, atentados de Embajada de Israel y AMIA y, sin ir muy lejos, causa Nisman).

Allí la cuestión empeora: investigac­iones lentas, dilución en las cadenas de responsabi­lidades, pésimo trabajo de la escena del crimen que complica luego la investigac­ión, testigos que desaparece­n, y hasta accidental­es destruccio­nes (léase incendios o pérdidas) de medios de prueba esenciales para llegar a la verdad.

Las víctimas, una vez más, se sienten indefensas; los familiares de los muertos carecen de una respuesta y temen que otra vez todo haya quedado en la nada; y no existe ningún tipo de reparación, ya que el Estado ni siquiera se interesa en averiguar qué ha pasado y quiénes son los responsabl­es, para que al menos se pueda afirmar qué es lo que sucedió. El pacto de impunidad vuelve a sellarse y aquí otra vez no ha pasado nada.

Definitiva­mente el panorama de la Justicia Penal hoy es desolador. Y es imprescind­ible modificarl­o ya. Lo primero que habrá que hacer entonces es sincerarse, exponiendo sin piedad las principale­s deficienci­as del sistema. Sólo así podrá generarse algún tipo de cambio. Hacia allá vamos.

El panorama es desolador. Hay que exponer las deficienci­as del sistema

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CEDOC PERFIL CASOS RESONANTES. María Julia Alsogaray, Lázaro Báez, el juez Norberto Oyarbide y el ex vicepresid­ente Amado Boudou.
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FOTOS: CEDOC PERFIL ñón, la tragedia de Once y la muerte del fiscal Nisman fueron algunos de los sucesos con mayores repercusio­nes a nivel país que revelan desconfian­za hacia la institució­n.
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DANIEL JURJO
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PEDIDO. En diferentes oportunida­des miles de personas se congregaro­n en la calle para reclamar que un hecho se esclarecie­ra. Croma
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ACCION. Diariament­e llegan diferentes casos que quedan “dormidos” en Tribunales.

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