Perfil (Domingo)

Historia del miedo

- OLIVERIO COELHO

un punto de referencia en el horizonte de la memoria es la experienci­a del terror. El miedo es –incluso más que la felicidad– un hito en el recuerdo, sobre todo porque con el tiempo conserva su forma y se vuelve narrable como un sueño. Cuando pienso en el lugar del miedo en mi vida recupero enseguida momentos de viaje, escenas extranjera­s y de juventud. Nunca un rastro cotidiano de Buenos Aires, donde el peligro parece una afección dominable y muchas veces racional. El miedo ante instancias de peligro fuera del país casi diría que es consecuenc­ia de una posición y de una presunción: la libertad del viaje y el precio de la aventura implican un grado de ingenuidad vertiginos­o.

No recuerdo cómo –tal vez simplement­e buscando socializar con alguien–, en las playas de Tulum, a fines de los 90, conocí a un joven local que me invitó a fumar porro. Me aseguró que era la mejor “mota” de la zona. Había caído la noche y bajo la luz de la luna lo seguí confiado entre los pasadizos que se formaban entre las hileras de papalas que los mochileros alquilaban para dormir y vivir un paisaje agreste controlado por las amenidades de la civilizaci­ón.

Entramos a una palapa que él parecía conocer. En el interior había dos canadiense­s, un alemán y un norteameri­cano. Mi anfitrión me presentó y después sacó una bolsa que inmediatam­ente se materializ­ó en varios porros. Nadie, salvo yo, sospechó de semejante generosida­d. Observé de pronto que el joven local enterraba en la arena la bolsa y parecía atento a algo que estaba por ocurrir afuera. Casi al mismo tiempo que entró la policía en la choza, él salió. Observé que cambiaba con el primer policía una mirada cómpli- ce, señalándol­e la zona en la que había enterrado la bolsa. Inmediatam­ente se esfumó dejándole un lote de rehenes a esos heraldos de la ley munidos de ametrallad­oras. Ninguno de los gringos entendió que les habían tendido una trampa. Hablaban poco castellano y no llegaban a considerar que se los iban a llevar presos o los iban a coimear. Rápidament­e en mi cabeza pasaron variantes que de un modo u otro mellarían la juventud de esos mochileros: semanas en un calabozo hediondo, consulados impotentes intervinie­ndo al estilo Expreso de medianoche frente a una burocracia terminal, una coima de mil dólares, padres puritanos que debían viajar a México y rompían lazos con sus hijos.

Intuí que gracias al idioma en común podía liberarme de todos esos factores y hablé con los policías. Me olieron las manos y afirmaron que yo estaba fumando mota. Les dije que no. Volvieron a olerme las manos. Intenté controlar el temblor y noté que otros dos oficiales se reían. “¿Edad?” “Veinte años”. “De dónde vienes”. “Argentina”. No mencionaro­n a Messi, porque por ese entonces no había saltado a la fama, pero sí a Maradona. “Ese güey sí que sabe jalar”. Uno de los policías me hizo una seña para que me apartara de la palapa. Adentro se desarrolla­ba un diálogo angustiant­e repleto de “Please sir… no”. Como si mi origen no terminara de asegurarle­s rédito, otro policía con una mirada feroz cabeceó dos veces, señalándom­e la salida. Caminé sin volverme y al llegar a la palapa empecé a armar mi mochila para esfumarme al amanecer. Nunca supe si un rehén argentino valía en unidades de soborno castrense mucho menos que un canadiense o un norteameri­cano, o si me había salvado la veneración que los vicios de Maradona inspiraban en el brazo armado de la ley.

intuí que gracias al idioma en común podía liberarme de todos esos factores y hablé con los policías. Me olieron las manos y afirmaron que yo estaba fumando mota

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MARTA TOLEDO
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